Ecuavisa ya no tiene talento


El famoso programa dominical Ecuador tiene talento, transmitido por Ecuavisa en horario nocturno, llegó a insospechados niveles de estupidez. Me había yo negado siempre a verlo, y aunque sigo sin haber encendido la televisión siquiera dos minutos para saber de qué va el asunto, no puedo decir que no haya mirado algunas cosas. Dos, concretamente. Los dos fragmentos de tiempo más bochornosos de la televisión ecuatoriana en los últimos meses.

Pero vamos por partes. Ecuador tiene talento es una franquicia del reality show británico Got talent. El programa tiene un formato de competencia, donde los participantes muestran sus talentos a un jurado que los evalúa —con esa postura de eruditos de Harvard que tanto caracteriza a estos tipos— para decidir quiénes merecen pasar a la siguiente ronda. Luego el público televidente decide, a través de votaciones, quiénes avanzan hacia la etapa final, y así hasta que asome algún ganador. 

El caso ecuatoriano presentó en los últimos días distintas aristas que, más que hablar mal del reality, nos dejó a los ecuatorianos mal parados. Lo digo como una generalidad, sí, pero entenderán que en estos casos lo masivo parece absorberlo todo hasta que los coherentes aparecen como rarezas. No sería de sorprenderse que al menos 8 de cada 10 ecuatorianos haya visto al menos una vez Ecuador tiene talento, y que muchos se hayan quedado enganchados al programa y sus cuatro años al aire. Y ahí radica el problema: cuatro temporadas tiene ya esta franquicia en Ecuador. Durante cuatro años Ecuavisa nos ha venido demostrando que esto es lo mejor que tiene, con todo lo que eso conlleva.

Y digo esto porque ahora tampoco es justo que nos hagamos los santos. Si esto ha sido lo mejor desde 2012, ha sido porque lo hemos aplaudido. Con un jurado más chabacano que docto en el tema, el programa se ha centrado en ver cómo tres cantantes poco destacadas por sus méritos líricos y vocales, y más bien recordadas por sus actuaciones en comedias sin futuro producidas por el canal, se han dedicado a opinar con aires de superioridad de todo cuanto han podido. Y todas secundadas o contradichas por algún actor o presentador de tv que ha ido rotando en las últimas tres temporadas. Y digamos que, por último, hasta ahí todo va bien.

De izquierda a derecha: Wendy Vera, María Fernanda Ríos, Paola Farías y Fernando Villarroel, miembros del jurado.

Pero no conformes con inventarse desafinaciones y dar claras muestras de confusión entre melodía, ritmo y armonía, ahora resulta que las tres escandalosas y molestas “artistas” del jurado, también han sido expertas en derecho canónico, teología, y que son maravillosas guías espirituales de la descarriada juventud ecuatoriana.


Así lo demostraron al recriminar directamente a Carolina Peña, una joven de 16 años que dijo no creer en Dios durante el programa. El trío emprendió el ataque, aduciendo que si había fallado en la prueba de talento era, en última instancia, porque no creía en Dios. ¡Las cosas que uno oye! 

De lo que no se dieron cuenta es que si ella no contaba con la gracia divina por su falta de fe, a ellas no las asistía tampoco la razón, y ahí probablemente su falta de instrucción era la causa. Wendy Vera fue la primera en vociferar:

—Pues deberías empezar a creer, mamita, para ver si te hace el milagrito —dijo refiriéndose al “bajo desempeño” mostrado por la participante.

No estoy seguro de si estaba convencida de lo que decía, o tenía ganas de que su voz se escuchara continuamente en las pantallas de los ecuatorianos. Tampoco estoy seguro de si era ironía lo que pretendía cargar en la frase. Lo que sí es seguro es que fue un fracaso. A esta encantadora mujer le siguió María Fernanda Ríos:

—Sin Dios no llegamos a ningún lado. Por eso es que tú crees que siendo autodidáctica vas a llegar a la cima, y no lo vas a hacer…

Ojo, el “autodidáctica” es una joya de ella, yo solo la transcribo para regocijo de los lectores, para alabanza y gloria del castellano. Con todo, estimada Mafer, si lees esto, quizá quisiste decir “autodidacta”.

Finalmente, desde la enajenación del bisturí, Paola Farías remató:

—Mi amor, Carolina, eres hermosa. Solamente quiero saber por qué no crees en Dios.

No soy muy apegado a los anglicismos pero acá lo vale: what the fuck! Pero alguien que me explique qué pasó acá. ¿Es que los feos no creen en Dios? ¿Hay en alguna parte del evangelio algún versículo que rece: dichosos los bonitos porque de ellos será el reino de los cielos? ¡Hay que ver hasta dónde llega la osadía de la ignorancia!



Y ojo, la culpa no es de estas tres. Ellas hacen lo que mejor saben hacer: sentarse a opinar como sea, o mejor dicho como si el canal les pagara de acuerdo a la cantidad de palabras que logren decir —no importa si estas salen desarticuladas—. La culpa es de los televidentes. De todos los que se sientan cada domingo a subirle los puntos de rating al canal y con eso darles a estas famosillas la certeza de que son infalibles. Y claro, la culpa también es, en gran parte, de esta chica, que convencida de que no necesitaba nada más que su talento, decidió exponerse ante esta fiera ordinaria llamada televisión.

Y yo, que creía que vi lo suficiente para saber que no me había perdido de nada importante en 4 años, horas más tarde me topo con otro emblemático caso de este reality: las Chicas miau. Un trío de nada talentosas chicas que llegaron a concursar. 

Al principio, las tres parecían muy unidas, ¡hasta contestaban exactamente lo mismo!, en un juego que se convirtió en la fascinación de Farías, pero luego, la amarga historia comenzó. Al primer timbre de amonestación del jurado el trío empezó a titubear. Lo poco gracioso del show —lo nada gracioso sería más justo— se cayó de pronto cuando dos de las chicas dejaron que la cantante siguiera sola. El segundo timbre paró todo en seco. Las “mininas” se detuvieron de pronto y la cólera de Farías empezó:

—¿Por qué paraste?—preguntó desafiante.

—¿No ve la estupidez que acaban de hacer ellas? —la respuesta de la gatita es desafiante, no le teme al escándalo.

—Sí, pero los únicos que podemos parar somos nosotros, no ustedes.

Acá detengo tan entretenido relato para preguntarme ¿en serio los participantes no tienen libertad de parar lo que están haciendo cuando así lo deseen? Por más que ostenten el título de jurado, hay que recordarles a estos famosillos que no representan a nada más que un canal de televisión. No creo que tengan derecho alguno de empezar con recriminaciones baratas más dignas de una telenovela de poca monta que de un “prestigioso programa concurso”. Aceptar aparecer en el reality no te convierte un esclavo del canal. Acá no puedo decir lo mismo de los miembros del jurado que sí están a órdenes del productor, cuya consigna pareciera ser: “armemos un circo y subamos la sintonía”.

En todo caso el asunto no termina ahí, sino que empieza. Las Chichas miau armaron un verdadero zafarrancho en medio del set y se fueron a las manos. Entretenida, Farías observaba el asunto con una sonrisita boba, mientras dos tardíos miembros del staff aparecían para separar al par de gatitas. La otra, hay que decirlo, trató de mantener la compostura. Y ni ahí terminó: la pelea se trasladó a los camerinos donde, prestísimos, la gente del canal instalaba luces y se posicionaba para seguir grabando la mechoneada del par. Y luego, las siguieron a lo largo de las instalaciones para grabar en desenlace.

Hasta la calle llegaron las participantes escoltadas por una cámara que lo grabó todo. “¡Qué orgullo!”, pensaría el productor, “con este capítulo le sacamos varios puntos de  ventaja en el rating a la competencia y al carajo la ética”. Vaya estupidez. 


Caro pagó Ecuavisa su genialidad. Y no me refiero a la amonestación de la Superintendencia de la Información y Comunicación (Supercom), sino a la opinión pública. Hasta hace poco Ecuavisa podía preciarse de transmitir producciones, si no excelentes, al menos decentes. Pero la desesperación del departamento de ventas y la obsesión de los puntos de audiencia parecen haber metido de lleno al mal gusto, la degradación del ser humano y la estupidez en la parrilla de programación.

Con alegría vieron muchos la obligación que ahora tienen los canales nacionales de aumentar su producción nacional, de acuerdo a la Ley Orgánica de Comunicación. Aunque ahora vemos cuál es el futuro de dicha iniciativa: la compra de franquicias extranjeras exitosas realizadas “a la criolla”, donde todo es válido si entretiene. Y aunque suene a lugar común, el poder de cambiar esto está en el control remoto y la voluntad de la televidencia de exigir, apagando el televisor, tener una programación de calidad.

Banderas negras: el fin de la protesta social


Decenas de banderas negras han desfilado por Quito, y a ellas se han sumado otras decenas en diferentes ciudades del país. Y todas ondeando sobre los enardecidos alaridos de manifestantes que tienen, camuflado en un sinnúmero de quejas aleatorias, una sola consigna: que caiga Correa. Sin importar nada, sólo que caiga. Lo aterrador de todo esto es que la prepotencia de los viejos poderosos parece no haber terminado ni siquiera con las reiteradas muestras de rechazo que han sufrido durante estos ocho años.

Algunos todavía se sienten capataces del país, y entonces claro, piensan que es (o debería ser) fácil botar al empleadito ese que está en Carondelet, porque no cumple con lo que ellos consideran los intereses de la ciudadanía. Una ciudadanía muy reducida, claro, una de unas pocas familias acomodadas. Lo curioso es, en medio de todo, que por primera vez tienen que hacerlo por sí mismos. La maniobra esa de confundir, desinformar e indisponer les ha dado un resultado mediocre. No muchos cayeron en el juego de la “defensa del bolsillo de las familias ecuatorianas” planteada por el banquero ese que dice que ya no lo es, porque ahora es emprendedor y ha emprendido la carrera a la presidencia.

Y entonces ahora resulta que, furibundos sobre sus lujosos autos, algunos ricachones y algunos hijos de ricachones y algunos que no lo son pero lo aparentan bastante bien, han decido “desestabilizar la Revolución Ciudadana” por sí mismos. El problema es que, como toda la vida han estado acostumbrados a que los pobres hagan todo por ellos, no tienen idea de qué hacer. Creen que unos cuántos berrinches televisados y un par de banderas lo van a lograr, y ni siquiera le atinaron al color de las banderas…

Igual que los jóvenes terratenientes, los fascistas de Mussolini, que marchaban sobre Italia con sus camisas negras para frenar el incremento de sindicatos de obreros y campesinos, los de acá se han conseguido un par de cacerolas y, raudos y veloces, se han juntado en la avenida de los Shyris a comparar autos y consignas, para ver cuál es más cool, y a ver si, de paso, logran frenar a la Revolución Ciudadana, que ha decidido ampliar sus esfuerzos en conseguir una redistribución más justa de las riquezas.

Pero a diferencia de los Camisas negras de Mussolini, estos ni siquiera están unidos por una ideología, sino simplemente por un odio caprichoso y desmedido. Nada de lo que el Gobierno haya hecho o esté por hacer (porque así de predispuestos están) va a ser bueno para el país. A estas alturas, estoy seguro de que incluso si Correa renunciara, lo tildarían de cobarde e irresponsable, aún cuando hasta ahora lo que quieran es, precisamente, su caída.

A mí siempre me queda, de todo esto, un sinsabor, porque los medios les dan tapas y buenos horarios a los de siempre, y cuando, ocasionalmente lo hacen a algunos ciudadanos, no es raro escuchar “no sé bien de qué es esto, pero está bonito” o “protestamos por eso… eso que nos afecta… eso, eso de las herencias, no sé qué”.

Mezcla de tendencias, partidos, políticos y ciudadanos con distintas miradas. Un Frankenstein que ni asusta ni camina, de eso se ha tratado la “movilización ciudadana” de unos pocos, los de siempre. Bueno, no de los de siempre, de los que esta vez no tuvieron a un pueblo manipulado protestando por ellos. Quizá eso sea lo único interesante y divertido: ver a los adinerados actuando como proletarios, fingiéndose revolucionarios y  hablando de luchas sociales que no entienden ni quieren hacerlo.

Lo demás, todo sobre lo que se pueda debatir, argumentar, discrepar y contribuir no es materia de esta gente, que ni lee las leyes por las que protestan, ni está dispuesta a aceptar que se equivocó y que la gran mayoría, esa que desprecia, sigue fiel a su decisión de seguir con la Revolución Ciudadana.