El día en que los ‘indios’ ganaron Quito


Foto: El Telégrafo

Si descalificar al otro fuera pagado, en mi país no habría pobres; a lo mejor lo más bajo de la sociedad sería una clase media incapacitada para cholear como se debe, pero pobres no habría. De hecho, muchos hubieran ascendido un par de estratos sociales estos días, gracias a Jorge Yunda, el alcalde electo de Quito. Y les hubiera encantado que sea así, porque el empujoncito económico se hubiera correspondido con su nobleza quiteña de hijo de barbado sifilítico, que no soporta al longón dirigiendo el destino de la carita de Dios.

Un Dios adolescente, eso sí, con un acné bárbaro. Un acné por infección viral que tiene nombres y apellidos: Rodas, Barrera, Moncayo… Todos medio de buena familia, claro, o al menos no tan aindiados. Lo que sí es cierto es que el desgobierno no dolió tanto como la llegada del Bryan de Radio Canela a la alcaldía.

Pero las explicaciones son obvias. Yunda no se merece ser alcalde de “este precioso patrimonio nacional”. Y no se lo merece porque hay que ser chulla para ser aceptado. O sea, hay que, al menos, aparentar que se es noble. Y Yunda no aparenta ser noble. Ni siquiera lo intenta. Con esa radio chichera y ese apodo de mijín qué va a ser comparable con Rodas, todo blanquito y gaznápiro como es él. Y como no es chulla, o sea no aparenta ser noble, no puede ser el ‘dueño’ de esta joya urbanística agujerada por todos lados.

Lo curioso es que al final del día, y cuando solo los chullas quiteños son, como dice la canción, los poseedores de esta ciudad poblada por infinidad de migraciones, resultó que los aparecidos han sido bastantitos más que los de alcurnia y, dueños o no de nada, pusieron al alcalde. Y lo pusieron porque la soberbia de la clase acomodada de Quito le hizo creer que si desde la Naciones Unidas hasta la Colón se ponían de acuerdo, el asunto estaba arreglado.

Y yo, que no soy pesimista, cada vez me convenzo más de que no hay solución para nosotros. Los planes de trabajo no se cuestionaron; tampoco se indagó sobre las alianzas absurdas que asomaron en campaña; nadie dijo nada de la sobrecarga de candidatos y su financiamiento… O sea, se sigue opinando y eligiendo desde la ceguera que causa la ilusión de que alguien guapo nos represente: uno bonito como Peña Nieto, el mexicano que tanto bien le hizo a su país.

Lo verdaderamente importante es tener alguien que afuera se disimule ‘la raza’. Todo lo demás no viene al caso.

El diálogo, pretexto para el baile

Fotografía de Agencia de Noticias ANDES

Es bien sabido que la política está formada por catervas de adictos a la danza: todos -o casi todos- se mueven al son que les toquen. Eso no es nuevo y no lo vamos a cambiar a estas alturas. Sin embargo, hay que admitir que lo de Lenín Moreno es aterrador. En un mes, el flamante presidente empezó a hacerse a un lado de su antecesor, excompañero de fórmula, líder del movimiento que lo auspició y, básicamente, su creador.

No se trata de hacerse los desentendidos, muchos aplaudimos la decisión de Moreno de distanciarse del estilo de Correa, pero suponíamos que el primer mandatario conocía lo que la palabra significaba. Según el DLE, es el “modomaneraforma de comportamiento”. Y de eso ni hablar, sería patético que Moreno mantuviera el estilo de Correa. Es claro que le saldría pésimo y terminaría por hacer un papelón.

Pero el nuevo presidente llevó el cambio a unos niveles sospechosamente idiotas. De afirmar que dialogará con otros sectores políticos, pasó a invitar acérrimos opositores de la Revolución Ciudadana. De afirmar que dejará el odio y el revanchismo a un lado, pasó a agasajar al famoso grupo organizado de la CONAIE, que sigue usando el desvencijado discurso de las minorías para implantar sus caprichos en el escenario político.

Y no es que el diálogo sea malo. Pero esa palabrita se ha convertido en el pretexto perfecto de todo el mundo para salir de los apuros: “no se trata de aceptar imposiciones, sino de dialogar”; “no estábamos negociando nada, simplemente dialogábamos con otros sectores”; “no voy a negar sus crímenes, pero hay que dialogar” … ¡Ah!, faltaba el más famoso: “hay que aprender a dialogar”.

Y así, de diálogo en diálogo, Moreno ya ha empezado a causar confianza entre los que no le dieron su voto, pero dudas entre los que lo llevaron al poder; quienes, a la larga, son los que estarían dispuestos a colaborar con su permanencia. Y nada de esto tiene que ver con el hecho de que quiera “gobernar con todos”, sino que en ese todos entren célebres bellacos, más conocidos por sus fechorías que por sus aportes al país. No me sorprendería que, a este paso, el buen Dalito termine como ministro y el loco de su padre como gobernador del Guayas, si Moreno ve en eso un beneficio propio.

La pregunta es ¿cuál beneficio? Todos saben que Alianza PAIS se sostuvo en pie durante diez años por su discurso radical, no por su simpatía hacia sectores que desde hace mucho han sido rechazados por el pueblo.

Habrá que ver cuánto más dialoga Moreno y cómo va a hacer cuando ya no le quede nadie con quien dialogar; nadie, ni sus votantes.

Los chimbadores del 2017

Foto tomada de Twitter

Si la forma en que los políticos utilizan nuestra lengua sumara o restara puntos dentro de su carrera electoral, la candidata del PSC, Cynthia Viteri, y su compañero, Mauricio Pozo, deberían estar relegados a los últimos puestos.
La prueba es el programade gobierno, titulado "Cambio positivo", que el binomio tiene colgado en el portal oficial de la candidata. Lastimosamente, nadie se fija en esas cosas. No, no me refiero a la ortografía, me refiero a los planes de gobierno de los presidenciables. Si lo hicieran, notarían que no solo es un problema de forma —ya de por sí deplorable— sino también de fondo.
Al desquiciado uso de los signos de puntuación del dúo positivo hay que sumar su incapacidad para decir algo concreto. Usted, querido lector, lo puede advertir fácilmente en el tercer párrafo del texto —esto, claro, si logra sobrevivir a los dos primeros, donde entender algo es una proeza—. Allí afirman que no se puede creer en las cifras oficiales y que la gravedad de nuestra situación puede ser mayor de la que se cree. Al final de ese mismo párrafo, ya no puede ser, sino que todo está “en una situación peor de la que se admite”. Entonces ¿qué era lo que querían decir? ¿“puede ser” o “está peor”? Porque, aunque parecido, no es lo mismo.
El “puede ser” parece más razonable, dentro de la lógica de ese par. Lo digo porque ellos mismos afirman que está demás ahondar en cifras. Pero, según mi intuición, si nos quieren convencer de que los balances del gobierno son falsos, ¿no sería lógico que muestren algunos números propios, como para tener evidencia de lo que dicen? A mi parecer, este no es tema de grandes razonamientos políticos ni filosóficos, sino de una conclusión elemental: si digo que algo no es cierto, lo tengo que probar yo, no el acusado. ¡Y eso que Viteri es abogada!
Lo que sigue no dista ni del resto de contendientes, ni de lo que djeran en su momento los exaspirantes a la presidencia de años pasados: promesas de eliminación de impuestos, generación de más plazas de trabajo, subida de salarios, incremento de la inversión extran… etcétera, etcétera, etcétera. Y entre todo ese chorizo de propuestas copiadas y pegadas de todos los candidatos de todo el mundo, aparece, sutilmente una esta maravilla: “reemplazar deuda cara por barata: menores tasas de interés, plazos más largos”. No vale la pena opinar, porque la oración sola da cuenta de sí y de las cualidades mentales de sus autores.
De todas maneras, no es importante lo que los Viteri-Pozo propongan. No lo es porque hay una sola razón por la que su candidatura existe: para quitarle votos a Lasso —los pocos que ya había logrado conseguir en su loca campaña de hace cuatro años—. Nebot, que podrá ser grosero, machista, gritón y prepotente, no es pendejo. Es claro que a la pobre de Cynthia no la envió a ganar, sino a estorbar.
Quizá el alcalde de Guayaquil ha visto en Lenín Moreno (casi seguro ganador de estas elecciones) un aliado más probable que Lasso, con quien pareciera nunca haber congeniado. Quizá esa vieja rencilla del PSC hacia la banca se vigorizó en este último tiempo. Cualquiera que sea la razón, lo cierto es que el único perjudicado es el banquero. Y el beneficiado, para variar en todas las elecciones recientes de Ecuador, es el candidato de Alianza PAIS.
Y bueno, los Viteri-Pozo algo nos enseñaron también: eso de ser chimbador no ha sido tan malo, porque ya se están palanqueando el segundo (y eterno) puesto en estas elecciones. ¡Y eso que se tomaron tan a la ligera la candidatura, que ni siquiera pasaron el plan de gobierno por el corrector de errores ortográficos de Word!

El monstruo de la estupidez

 

Esta semana, la ignorancia de muchos ecuatorianos volvió a sacar sus garras en las redes sociales. El rumor de que el estado se quedará con los derechos de autor de las creaciones artísticas y literarias —entre otras— se expandió como la gripe. ¿La fuente? Un texto de opinión de Óscar Vela Descalzo publicado en diario El Comercio.

Sí, un texto de opinión sin fuentes, sin documentos, sin otra evidencia que las aleatorias interpretaciones del autor sobre el Código Orgánico de la Economía Social de los Conocimientos, Creatividad e Innovación. Ni siquiera aparecen citados los artículos en los que Vela Descalzo basa sus conjeturas.

El muy bellaco juega a ironizar sobre el tema y afirma con convicción de pontífice que el Estado será el dueño de la creación artística e investigativa que se haya producido en el país y, lo que es peor, que podrá prohibir la publicación y promoción de una obra.

Tan enmarañado está en su interpretación, que hasta se pregunta qué pasaría cuando una obra no concuerde ideológicamente con el gobierno de turno. ¡Nada pues! ¿Qué más va a pasar? Si en este país nunca pasa nada.

Tan poco pasa aquí, que cualquier hijo de vecino puede decir la primera barbaridad que se le ocurra en un medio de circulación nacional sin que nadie lo ponga en su lugar. Así estamos por acá, los de la mitad del mundo.

En todo caso, la estrafalaria interpretación de Vela Descalzo no es lo grave. Lo grave es que el texto se empiece a viralizar con enérgicos comentarios adjuntos al link. No dejé de toparme con frases como: “Este gobierno es el peor de todos los tiempos…” o hashtags del tipo #fueracorreafuera.

Estoy seguro que ninguno de los iracundos defensores de la propiedad intelectual se ha asomado siquiera al portal web que contiene el borrador del proyecto presentado a la Asamblea Nacional. Ninguno lo ha leído. Solo dieron por sentado que lo que Vela Descalzo afirmaba era una realidad. ¡Es así de alucinante el atrevimiento al que puede llegar la estulticia!

Los ignorantes que compartieron el texto publicado en la web de El Comercio (la RAE los define como quienes ignoran o desconocen algo) no tienen idea de cómo está compuesto el denominado Código Ingenios.

De hecho, la mayoría no tiene idea de la diferencia entre derechos de autor, derechos conexos, derechos derivados ni ningún otro derecho. Pero eso sí, con la solvencia del desatinado, pegaron el grito en el cielo de Facebook para reclamar por sus derechos.

No es mi intención defender el Código Ingenios. Quien me conozca sabe que discrepo con René Ramírez incluso sobre su existencia dentro de la naturaleza. Pero lo que no me cabe en la cabeza, es que muchos de los irascibles protestantes de red social, con aires de intelectuales y artistas, ni siquiera sepan leer.

Porque esa es la única explicación posible para justificar que no se hayan tomado veinte minutos de su vida en asegurarse de que lo que les decían era cierto o que les habían embaucado, para variar. Mejor dicho, y en criollo, se dejaron meter el dedo; así, sin anestesia.

Pobre de nuestro país. Lejos está de la excelencia en cualquier cosa, si cuando los que asoman a defender algo no saben qué carajos están defendiendo. Pobre de nuestro país, cuando los artistas e intelectuales que hablan de derechos de autor no se toman la molestia de leer dos páginas. Pobre de nuestro país, donde el que sigue teniendo acceso a un medio de comunicación sigue teniendo la posibilidad de definir el pensamiento de una masa ignorante y crédula.


Si alguno quiere dejarse de intermediarios y remitirse a la fuente directa, acá les dejo el link del Código Ingenios: http://goo.gl/JG3k0O

Ecuavisa ya no tiene talento


El famoso programa dominical Ecuador tiene talento, transmitido por Ecuavisa en horario nocturno, llegó a insospechados niveles de estupidez. Me había yo negado siempre a verlo, y aunque sigo sin haber encendido la televisión siquiera dos minutos para saber de qué va el asunto, no puedo decir que no haya mirado algunas cosas. Dos, concretamente. Los dos fragmentos de tiempo más bochornosos de la televisión ecuatoriana en los últimos meses.

Pero vamos por partes. Ecuador tiene talento es una franquicia del reality show británico Got talent. El programa tiene un formato de competencia, donde los participantes muestran sus talentos a un jurado que los evalúa —con esa postura de eruditos de Harvard que tanto caracteriza a estos tipos— para decidir quiénes merecen pasar a la siguiente ronda. Luego el público televidente decide, a través de votaciones, quiénes avanzan hacia la etapa final, y así hasta que asome algún ganador. 

El caso ecuatoriano presentó en los últimos días distintas aristas que, más que hablar mal del reality, nos dejó a los ecuatorianos mal parados. Lo digo como una generalidad, sí, pero entenderán que en estos casos lo masivo parece absorberlo todo hasta que los coherentes aparecen como rarezas. No sería de sorprenderse que al menos 8 de cada 10 ecuatorianos haya visto al menos una vez Ecuador tiene talento, y que muchos se hayan quedado enganchados al programa y sus cuatro años al aire. Y ahí radica el problema: cuatro temporadas tiene ya esta franquicia en Ecuador. Durante cuatro años Ecuavisa nos ha venido demostrando que esto es lo mejor que tiene, con todo lo que eso conlleva.

Y digo esto porque ahora tampoco es justo que nos hagamos los santos. Si esto ha sido lo mejor desde 2012, ha sido porque lo hemos aplaudido. Con un jurado más chabacano que docto en el tema, el programa se ha centrado en ver cómo tres cantantes poco destacadas por sus méritos líricos y vocales, y más bien recordadas por sus actuaciones en comedias sin futuro producidas por el canal, se han dedicado a opinar con aires de superioridad de todo cuanto han podido. Y todas secundadas o contradichas por algún actor o presentador de tv que ha ido rotando en las últimas tres temporadas. Y digamos que, por último, hasta ahí todo va bien.

De izquierda a derecha: Wendy Vera, María Fernanda Ríos, Paola Farías y Fernando Villarroel, miembros del jurado.

Pero no conformes con inventarse desafinaciones y dar claras muestras de confusión entre melodía, ritmo y armonía, ahora resulta que las tres escandalosas y molestas “artistas” del jurado, también han sido expertas en derecho canónico, teología, y que son maravillosas guías espirituales de la descarriada juventud ecuatoriana.


Así lo demostraron al recriminar directamente a Carolina Peña, una joven de 16 años que dijo no creer en Dios durante el programa. El trío emprendió el ataque, aduciendo que si había fallado en la prueba de talento era, en última instancia, porque no creía en Dios. ¡Las cosas que uno oye! 

De lo que no se dieron cuenta es que si ella no contaba con la gracia divina por su falta de fe, a ellas no las asistía tampoco la razón, y ahí probablemente su falta de instrucción era la causa. Wendy Vera fue la primera en vociferar:

—Pues deberías empezar a creer, mamita, para ver si te hace el milagrito —dijo refiriéndose al “bajo desempeño” mostrado por la participante.

No estoy seguro de si estaba convencida de lo que decía, o tenía ganas de que su voz se escuchara continuamente en las pantallas de los ecuatorianos. Tampoco estoy seguro de si era ironía lo que pretendía cargar en la frase. Lo que sí es seguro es que fue un fracaso. A esta encantadora mujer le siguió María Fernanda Ríos:

—Sin Dios no llegamos a ningún lado. Por eso es que tú crees que siendo autodidáctica vas a llegar a la cima, y no lo vas a hacer…

Ojo, el “autodidáctica” es una joya de ella, yo solo la transcribo para regocijo de los lectores, para alabanza y gloria del castellano. Con todo, estimada Mafer, si lees esto, quizá quisiste decir “autodidacta”.

Finalmente, desde la enajenación del bisturí, Paola Farías remató:

—Mi amor, Carolina, eres hermosa. Solamente quiero saber por qué no crees en Dios.

No soy muy apegado a los anglicismos pero acá lo vale: what the fuck! Pero alguien que me explique qué pasó acá. ¿Es que los feos no creen en Dios? ¿Hay en alguna parte del evangelio algún versículo que rece: dichosos los bonitos porque de ellos será el reino de los cielos? ¡Hay que ver hasta dónde llega la osadía de la ignorancia!



Y ojo, la culpa no es de estas tres. Ellas hacen lo que mejor saben hacer: sentarse a opinar como sea, o mejor dicho como si el canal les pagara de acuerdo a la cantidad de palabras que logren decir —no importa si estas salen desarticuladas—. La culpa es de los televidentes. De todos los que se sientan cada domingo a subirle los puntos de rating al canal y con eso darles a estas famosillas la certeza de que son infalibles. Y claro, la culpa también es, en gran parte, de esta chica, que convencida de que no necesitaba nada más que su talento, decidió exponerse ante esta fiera ordinaria llamada televisión.

Y yo, que creía que vi lo suficiente para saber que no me había perdido de nada importante en 4 años, horas más tarde me topo con otro emblemático caso de este reality: las Chicas miau. Un trío de nada talentosas chicas que llegaron a concursar. 

Al principio, las tres parecían muy unidas, ¡hasta contestaban exactamente lo mismo!, en un juego que se convirtió en la fascinación de Farías, pero luego, la amarga historia comenzó. Al primer timbre de amonestación del jurado el trío empezó a titubear. Lo poco gracioso del show —lo nada gracioso sería más justo— se cayó de pronto cuando dos de las chicas dejaron que la cantante siguiera sola. El segundo timbre paró todo en seco. Las “mininas” se detuvieron de pronto y la cólera de Farías empezó:

—¿Por qué paraste?—preguntó desafiante.

—¿No ve la estupidez que acaban de hacer ellas? —la respuesta de la gatita es desafiante, no le teme al escándalo.

—Sí, pero los únicos que podemos parar somos nosotros, no ustedes.

Acá detengo tan entretenido relato para preguntarme ¿en serio los participantes no tienen libertad de parar lo que están haciendo cuando así lo deseen? Por más que ostenten el título de jurado, hay que recordarles a estos famosillos que no representan a nada más que un canal de televisión. No creo que tengan derecho alguno de empezar con recriminaciones baratas más dignas de una telenovela de poca monta que de un “prestigioso programa concurso”. Aceptar aparecer en el reality no te convierte un esclavo del canal. Acá no puedo decir lo mismo de los miembros del jurado que sí están a órdenes del productor, cuya consigna pareciera ser: “armemos un circo y subamos la sintonía”.

En todo caso el asunto no termina ahí, sino que empieza. Las Chichas miau armaron un verdadero zafarrancho en medio del set y se fueron a las manos. Entretenida, Farías observaba el asunto con una sonrisita boba, mientras dos tardíos miembros del staff aparecían para separar al par de gatitas. La otra, hay que decirlo, trató de mantener la compostura. Y ni ahí terminó: la pelea se trasladó a los camerinos donde, prestísimos, la gente del canal instalaba luces y se posicionaba para seguir grabando la mechoneada del par. Y luego, las siguieron a lo largo de las instalaciones para grabar en desenlace.

Hasta la calle llegaron las participantes escoltadas por una cámara que lo grabó todo. “¡Qué orgullo!”, pensaría el productor, “con este capítulo le sacamos varios puntos de  ventaja en el rating a la competencia y al carajo la ética”. Vaya estupidez. 


Caro pagó Ecuavisa su genialidad. Y no me refiero a la amonestación de la Superintendencia de la Información y Comunicación (Supercom), sino a la opinión pública. Hasta hace poco Ecuavisa podía preciarse de transmitir producciones, si no excelentes, al menos decentes. Pero la desesperación del departamento de ventas y la obsesión de los puntos de audiencia parecen haber metido de lleno al mal gusto, la degradación del ser humano y la estupidez en la parrilla de programación.

Con alegría vieron muchos la obligación que ahora tienen los canales nacionales de aumentar su producción nacional, de acuerdo a la Ley Orgánica de Comunicación. Aunque ahora vemos cuál es el futuro de dicha iniciativa: la compra de franquicias extranjeras exitosas realizadas “a la criolla”, donde todo es válido si entretiene. Y aunque suene a lugar común, el poder de cambiar esto está en el control remoto y la voluntad de la televidencia de exigir, apagando el televisor, tener una programación de calidad.

Banderas negras: el fin de la protesta social


Decenas de banderas negras han desfilado por Quito, y a ellas se han sumado otras decenas en diferentes ciudades del país. Y todas ondeando sobre los enardecidos alaridos de manifestantes que tienen, camuflado en un sinnúmero de quejas aleatorias, una sola consigna: que caiga Correa. Sin importar nada, sólo que caiga. Lo aterrador de todo esto es que la prepotencia de los viejos poderosos parece no haber terminado ni siquiera con las reiteradas muestras de rechazo que han sufrido durante estos ocho años.

Algunos todavía se sienten capataces del país, y entonces claro, piensan que es (o debería ser) fácil botar al empleadito ese que está en Carondelet, porque no cumple con lo que ellos consideran los intereses de la ciudadanía. Una ciudadanía muy reducida, claro, una de unas pocas familias acomodadas. Lo curioso es, en medio de todo, que por primera vez tienen que hacerlo por sí mismos. La maniobra esa de confundir, desinformar e indisponer les ha dado un resultado mediocre. No muchos cayeron en el juego de la “defensa del bolsillo de las familias ecuatorianas” planteada por el banquero ese que dice que ya no lo es, porque ahora es emprendedor y ha emprendido la carrera a la presidencia.

Y entonces ahora resulta que, furibundos sobre sus lujosos autos, algunos ricachones y algunos hijos de ricachones y algunos que no lo son pero lo aparentan bastante bien, han decido “desestabilizar la Revolución Ciudadana” por sí mismos. El problema es que, como toda la vida han estado acostumbrados a que los pobres hagan todo por ellos, no tienen idea de qué hacer. Creen que unos cuántos berrinches televisados y un par de banderas lo van a lograr, y ni siquiera le atinaron al color de las banderas…

Igual que los jóvenes terratenientes, los fascistas de Mussolini, que marchaban sobre Italia con sus camisas negras para frenar el incremento de sindicatos de obreros y campesinos, los de acá se han conseguido un par de cacerolas y, raudos y veloces, se han juntado en la avenida de los Shyris a comparar autos y consignas, para ver cuál es más cool, y a ver si, de paso, logran frenar a la Revolución Ciudadana, que ha decidido ampliar sus esfuerzos en conseguir una redistribución más justa de las riquezas.

Pero a diferencia de los Camisas negras de Mussolini, estos ni siquiera están unidos por una ideología, sino simplemente por un odio caprichoso y desmedido. Nada de lo que el Gobierno haya hecho o esté por hacer (porque así de predispuestos están) va a ser bueno para el país. A estas alturas, estoy seguro de que incluso si Correa renunciara, lo tildarían de cobarde e irresponsable, aún cuando hasta ahora lo que quieran es, precisamente, su caída.

A mí siempre me queda, de todo esto, un sinsabor, porque los medios les dan tapas y buenos horarios a los de siempre, y cuando, ocasionalmente lo hacen a algunos ciudadanos, no es raro escuchar “no sé bien de qué es esto, pero está bonito” o “protestamos por eso… eso que nos afecta… eso, eso de las herencias, no sé qué”.

Mezcla de tendencias, partidos, políticos y ciudadanos con distintas miradas. Un Frankenstein que ni asusta ni camina, de eso se ha tratado la “movilización ciudadana” de unos pocos, los de siempre. Bueno, no de los de siempre, de los que esta vez no tuvieron a un pueblo manipulado protestando por ellos. Quizá eso sea lo único interesante y divertido: ver a los adinerados actuando como proletarios, fingiéndose revolucionarios y  hablando de luchas sociales que no entienden ni quieren hacerlo.

Lo demás, todo sobre lo que se pueda debatir, argumentar, discrepar y contribuir no es materia de esta gente, que ni lee las leyes por las que protestan, ni está dispuesta a aceptar que se equivocó y que la gran mayoría, esa que desprecia, sigue fiel a su decisión de seguir con la Revolución Ciudadana. 

Érase una vez en Sarayaku, o la cobarde historia de tres malechores ecuatorianos

Foto original tomada de El Comercio

La comunidad de Sarayaku ha decidido convertirse, como si se tratara del viejo oeste de las películas de Hollywood, en uno de esos territorios sin ley donde se hospedan los fugitivos de la justicia. Cléver Jiménez, Fernando Villavicencio y Carlos Figueroa son los varoniles vaqueros de esta historia sacada quizá de la mente de John Ford o Sergio Leone. Sin botas ni sombreros, eso sí, los tres se remontaron río arriba por el Bobonaso para internarse en lo profundo de la selva de Pastaza y así evitarse tener que responder por sus deudas con el Estado ecuatoriano.

Estos tres nefastos cabalgantes sin caballo de la política ecuatoriana hace algún tiempo presentaron una denuncia contra el Presidente Rafael Correa. Allí lo acusaron de genocidio respecto a los hechos ocurridos durante el intento de golpe de estado del 30 de septiembre de 2010. La denuncia no prosperó porque los tres no tuvieron pruebas que sustentaran las injurias que cantaron sin miedo en la Fiscalía General de la Nación. La denuncia no prosperó sino que fue declarada como “maliciosa y temeraria” por el conjuez Richard Villagómez. La denuncia no prosperó, pero sí les rebotó y se convirtió en una contrademanda por la que ahora son ellos los que deberán responder por sus actos ante la justicia.

18 meses de prisión para el dúo Jiménez-Villavicencio, y 6 meses para Figueroa, más el pago de 140 mil dólares como indemnización al Presidente Correa y la exigencia de que los tres le pidan disculpas públicas al injuriado a través de los medios de comunicación. Eso es lo que la jueza Lucy Blasio decidió dictar como sentencia sobre los ahora forajidos.

Entonces, esconderse fue la única salida que el mentiroso, el malo y el feo, encontraron para afrontar los resultados de sus tonterías. Villavicencio, de hecho, puso pies en polvorosa y en unas horas estuvo en Estados Unidos diciéndole a todo el mundo que era un perseguido político. Los otros dos, que habían asegurado esperarían impávidos la llegada de la policía para su encarcelamiento (porque, según ellos, habían hecho lo correcto y no tenían nada que temer), todavía brillan por su ausencia.  

Ahora ya están los tres juntitos, otra vez, burlándose del país gracias a la decisión de los representantes del Pueblo Originario Kichwua de Sarayacu de contribuir con su fuga. Incluso José Gualinga, presidente de la comunidad ha asegurado que su gente va a garantizar que sean libres dentro de su territorio donde no tienen ninguna condena. ¿Lo van a garantizar? ¿Cómo lo van a garantizar? La sola idea me aterra. Indígenas, amparados en el acuerdo con el Estado de respetar el territorio de los nativos, ocultando a una caterva de calumniadores incluso de la fuerza pública. Lo que se les olvida a los líderes indígenas y a los audaces renegados es que Sarayacu está en territorio ecuatoriano y por tanto, pese a los convenios de no intervención, es totalmente lícito el tránsito de agentes públicos para la captura de personas requeridas por la ley.

Seguramente los insufribles opositores de toda la vida se van a quejar cuando los representantes de la fuerza pública vaya a sacar a esos tres como lo que son: forajidos que lanzan la piedra y esconden la mano. Porque aunque sus verborreas discursivas ante los medios eran las de “morir con las botas puestas”, a la primera se desentendieron del asunto y dijeron que todo lo dictado por la Corte Nacional de Justicia era ilegal. Incluso la siempre humanitaria CIDH metió sus medidas cautelares en el asunto (aunque como siempre ha ocurrido con este singular organismo, la respuesta del Estado ecuatoriano fue soberana y categórica). Seguro también los medios van a hablar de las libertades de expresión y todas las que se presenten a sus argucias. Seguro, incluso, que los tres huidizos bandidos seguirán vociferando sobre  la dependencia de la justicia y toda esa perorata que nadie cree ya. Pero seguro también, y es lo que el pueblo espera, que tarde o temprano no habrá lugar en “el viejo Sarayacu” para ocultar la presencia malsana del trío aquel. Por ahora, que sigan disfrutando de su distorsionada fama con sus caras en el cartel de “se busca”.

El exilio como memoria en Jorge Boccanera


La obra de Jorge Boccanera (Bahía Blanca, Argentina, 1952), representa la búsqueda constante de un lenguaje que permita convertir a la poesía en un hecho legítimo y factible. Sin embargo en esta exploración, aparentemente infinita, el poeta ha construido un espacio donde la memoria y la experiencia se vuelven un acto creativo, capaz de desbordar la simple vivencia para transformarla en imagen.

Así, la evocación trabaja como ente catalizador sobre el texto, acelera su consolidación pues poetiza lo empírico y deja al intelecto la tarea de darle forma, esto es edificar, contemplar, destruir y reedificar todo cuanto sea necesario en pos de alcanzar la esencia: “Hay que incendiar a la poesía / y cantar luego / con las cenizas útiles”. Pero si sólo se puede cantar sobre las cenizas útiles, es porque la obra antes compuesta (antes de la hoguera, quiero decir) se convirtió en una preocupación íntima del autor, quien se aseguró de haber creado lo medular, para luego someterlo a la conciencia autocrítica de la corrección, que él mismo concibe como un momento inherente a la escritura.



Ahora bien, supongamos que la tarea de todo poeta es hallar las palabras necesarias para configurar un sistema expresivo propio que se adecue a lo que se busca decir (o bien no decir). En Boccanera esto encarnaría un problema mucho más complejo, pues el riesgo que implica aquella expedición es el de perder(se) en el camino hacia la poesía y no alcanzar nunca lo propuesto, pues a veces “la lengua está vacía”. No obstante, también intuye que encontrará,luego de tanto errar, la salvación al final de la calzada porque sabe que “Sólo la palabra lo tomará del brazo. / Solamente el poema le hará cruzar la calle”. No se puede agotar en mitad de la búsqueda, porque terminará por destruirse, debe finalizar su empresa con el poema junto a él, acompañándolo hasta un sitio seguro. La paradoja reposa precisamente en cantar sobre la imposibilidad del lenguaje, a través de recursos poéticos, para demostrar la dificultad, casi inefable, del acto poético.



Por esa razón el escritor ha encontrado en los recuerdos un mecanismo para eclosionar la creatividad, y así, alcanzar un flujo de expresividad que funcione de manera autónoma: “Para entreabrir la boca / hay que cerrar los ojos”. Es decir, la preocupación con el lenguaje, sin bien está presente en todo el proceso escritural, no es un impedimento para que el recuerdo actúe por sí solo en el disparo de imágenes del primer momento creativo. En este sentido dice Rancière:
                La nueva poesía, la poesía expresiva, está hecha de frases y de imágenes que valen por sí mismas como manifestaciones de poeticidad, que reivindican para la poesía una relación inmediata de expresión, semejante a la que se plantea entre la imagen esculpida en un capitel, la unidad arquitectural de la catedral y el principio unificador de la fe divina y colectiva.1

Boccanera es susceptible a este planteamiento. En la memoria, y muchas veces en el olvido, está la fórmula: cada imagen, independiente al cuerpo entero del poema, adquiere un valor que está condicionado por la fuerza emotiva. La eficacia de cada frase arranca de la intención de expresar. Luego todo se vuelve un instante anudado, cuyo valor es aún más grande, pero siempre en dependencia a cada fragmento, a cada engrane que haya conseguido hacer rodar al poema completo.



Pero la necesidad de regresar sobre sí no es sólo un asunto de creación literaria, sino de reivindicación de la vida. El poeta vuelve a su memoria como vuelve a la patria luego del exilio (Boccanera retornaría a Argentina luego de 13 años de vivir en México, a causa del golpe militar ocurrido en 1976). El retorno no es sólo simbólico, también ocurre en la realidad. La travesía no sólo significó la estadía en México, pues el poeta anduvo también por varios países de Latinoamérica, en 1983 se radicó en Costa Rica y sólo regresaría a Argentina en 1997. Por eso, a veces sus versos son los de un extraño, porque (según Damaris Calderón) esta es una poesía llena de mundo, de incandescencia, llena de dolor y de amor. Sus cadáveres y sus vivos están llenos de mundo.2

No hay mucho que hacer en mi memoria.Caminar una casa derribada a balazos,atravesar arañas con palabras,buscar viejos olores quemados por el viento.

Remembranza y anhelo se funden entonces en los versos de Jorge Boccanera, y entregan al lector la impresión de estar entrando en otra patria, una que es a su vez muchas patrias. El rastro que deja la poesía, o mejor dicho su búsqueda, es la de un lenguaje medido, cauto, sí, pero desbordado en cuanto al imaginario del autor. La vuelta nunca es completa en el poeta, por eso está en constante movimiento, y solo alcanza a regresar brevísimos momentos a su pasado, para constatar que algo sigue ahí: “Adentro mío está mi infancia con su mañana blanca, / mi pueblo, allí, colgando de la lengua del día”. Aunque sabe también que el regreso no significa ya la pertenencia, porque ahora él es muchos hombres, distintos, con nacionalidades múltiples, con hablas fragmentadas, complementarias, con un lenguaje que debe atraparlos a todos: “Yo digo adentro mío, en esta tarde / de otros”. 

*Texo publicado originalmente en http://contramancha.com, en Octubre de 2012





1 Rancière, Jacques. La palabra muda. Ensayo sobre las contradicciones de la literatura, Buenos Aires, EternaCadencia Ed., 2009, p. 72.


2 Calderón, Damaris. “Sobre la poesía de Jorge Boccanera” (9 de abril 2009).www.letras.c5.com. Acceso: 30 de septiembre 2012.

“Arde Quito” o los jóvenes con mañas de viejo

Ni diez minutos hicieron falta para derrumbar el escenario postapocalíptico que Miguel Molina había retratado en su artículo “Arde Quito”, publicado en Diario Hoy. Ni al presidente Correa se le presentó dificultad a la hora de mostrar a todo el mundo cómo el artículo escrito por Molina había sido armado desde el desconocimiento que produce la ausencia. Y no bastó más tiempo porque hacerle creer a la gente cosas que no existen es ya un mal negocio, más aún cuando la mentira se urde con tan poca prolijidad. Esta vez el pez cayó por su propia boca —tuit sería la palabra indicada—, y de qué manera.
                Este texto lo escribo con una sensación dulceamarga. Me alegra ver que el Gobierno sigue sacando a la ciudadanía del error de confiar en los medios de comunicación —a estas alturas más enceguecidos por el odio y el resentimiento que por el poder—, y que no permite que muchos lectores caigan en las inescrupulosas palabras de algunos aprovechados que por tener acceso a estos medios creen que pueden meterle los dedos en la boca a todo el mundo. Pero también me entristece saber que uno de ellos, a quien esta vez le tocó estar en la fila de aquellos a quienes los ciudadanos los recordarán al señalarlos y decir “mentira comprobada”, sea un gran amigo mío.
Miguel Molina, 2013.
                “Está por caer la noche”, así empieza el texto de Molina. Y al leer esto cualquiera pensaría que quien lo escribe estuvo ahí parado, al filo del cañón con una libretita y sus ojos muy abiertos, tanto que estaba más ensimismado en el atardecer que en huir de los gases y las balas que más abajo dice que se abatieron sobre todos. Pero nada de esto pasó: no hubo libretita, ni ojos, ni ensimismamiento, porque en el lugar de los hechos no hubo Miguel Molina que los presenciara. Así empieza no sólo la mentira, sino ese afán de periodista viejo —zorro viejo dicen algunos con esa tonta risita ególatra— de tratarnos a los lectores como a tontos, de hacernos creer que él estuvo ahí y que por tanto lo que abajo va a opinar será con conocimiento de causa. Y si hay algo que en lo personal me moleste, es que me traten como a tonto. En este híbrido de crónica y columna, Molina lo asegura todo con una convicción que da envidia, porque uno se pregunta cómo alguien a kilómetros de distancia del país tiene tantas certezas juntas. Pero no, acá el asunto es de sinvergüencería o de facilismo. Sinvergüenza quien lo redacta, si aún sabiendo que miente lo hace con orgullo, con ese orgullo de decir: acá y digo eso y la gente me cree. Facilismo si quién lo escribe lo hizo a través de las historias que seguramente llegaban al inbox de su Facebook. En cualquiera de los dos casos, la seguridad que queda es que estamos frente a un mal periodista. Y el caso es más grave porque Molina no lo es, periodista quiero decir, aunque se dé esas licencias de cronista de prensa que ignoran la primera regla: la verdad es lo que debe primar. Me dirán que era un artículo de opinión y por tanto no precisa de ser periodista. Sí, pero insisto, lo de cronista le quedó muy mal (lo digo en cualquier sentido periodístico). Molina seguro confió en sus fuentes y olvidó que fuentes sin pruebas es como abuelita pero en China. Y si, por otro lado, tiene pruebas, acabó fracasando porque nunca las presentó, y ahora dirá que se supone que para qué presenta lo evidente. Miguel, otra regla de oro, nunca supongas. Las pruebas que a estas alturas presentes, serán una tontería de una defensa ya mal armada, —porque el problema acá no es que haya ocurrido o no lo que Molina retrata, el problema es que trate de hacer creer a la gente que prácticamente tragó gas y aguantó balas.
                Pero eso quizá no sea lo más peligroso. Molina se aprovecha de su cercanía a las letras, y en este punto no me detendré a opinar la estructura del texto sobre el que hablo, porque eso es precisamente lo más débil de todo, y por tanto lo que le quita importancia al artículo. Decía que Molina aprovecha su situación y escribe un título que o raya en la manipulación o devela la tontería. De ser la primera, estamos frente al abuso de la ambigüedad, que quiere hacernos creer que Quito es la Roma de Nerón, en un texto que se arrellana en lo amarillista y soez, o que está llamando a la insurrección, que desde un medio insta a la población a quemar la capital. Esto es inmoral, ilegal, ilegítimo. O puede ser que no se haya dado cuenta la insensatez que cometía, lo cual sería preferible, porque así no tendría yo que decir que tengo un amigo pirómano y terrorista. En cualquier caso la culpa es de diario Hoy por dejar que semejante absurdo se publique.

            Creo que ya en la opinión de Miguel no será necesario que me detenga por dos razones: por un lado, cada uno es libre de expresar su opinión, siempre y cuando respete los derechos del resto, y por otro, luego de haber visto tal muestra de falsedades, no creo que merezca la pena detenerme en nada más. Sí, Miguel Molina será un nombre que no olvidaremos fácilmente, como el de tantos otros, cuyas deshonrosas prácticas quedaron al descubierto.

Juan Gabriel Vásquez y el ruido de las cosas contadas


Las anécdotas que en El ruido de las cosas al caer se van superponiendo hasta alcanzar una sola historia invadida por el miedo, aparecen como secretos, como recuerdos archivados por instinto de supervivencia, que vuelven al pasado propio, e inquieren incluso en el de los otros en busca de coincidencias y complicidades. En esta novela, Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973), recurre al narcotráfico, algo usual ya en la narrativa colombiana última, pero lo hace para dar vida a unos personajes lejanos al tema como tal. Estos sólo serán víctimas de una historia cargada de extraños y nefastos personajes, corrupción y violencia, producto de una era de terror donde el negocio de las drogas alcanzó su punto más álgido.
La primera muerte de la novela, ocurrida en el 2009, en realidad la última de la trama, es la de un hipopótamo extraviado, proveniente del zoológico de Pablo Escobar, asesinado a manos de dos francotiradores. Este hecho trae a la memoria de Antonio Yammara la presencia de un nombre que casi había desaparecido: Ricardo Laverde. Aquel suceso no solo pone en marcha las evocaciones del protagonista de la novela, sino que sitúa al lector en una Colombia ya golpeada por la violencia, consecuencia del negocio del tráfico de estupefacientes, cuya vida se ha construido en base a una frialdad, resignación más bien, creada por la asiduidad con que los grandes líderes de los carteles ajustaban cuenta con quienes los perseguían, pero también por la televisión y los diarios:
Nadie preguntó por qué lo habrían matado, ni quién, porque esas preguntas habían dejado de tener sentido en mi ciudad, o se hacían de manera retórica, sin esperar respuesta, como única manera de reaccionar ante la nueva cachetada (Vásquez, 2011).
Pero cuando Yammara recuerda al enigmático Laverde, un ex piloto que acababa de salir de la cárcel tras 20 años de reclusión, a quien conoció en 1995 en un billar cercano a la universidad donde impartía clases, las preguntas sí cobran sentido. La necesidad de conocer más sobre alguien que apenas había cruzado algunas palabras con él y que, sin embargo, marcaría su vida de manera total, rompe, precisamente, con la cadena de silencios en la que la sociedad colombiana, al menos la de la generación del protagonista, había estado habituada a transitar. Y rompe también con la oscuridad narrativa, regida hasta el momento por esporádicos disparos de escenas, cargadas en su mayoría de un velo subjetivo. La historia del personaje principal es confusa, y aunque la del otro es desconocida, aparece más clara, los retazos se van juntando lentamente y apenas ahí, en el paralelismo de dos vidas separadas por los años, descubrimos las señas de Antonio Yammara, quien espera una hija, y que se ha enterado de esta noticia días antes de ver, por los medios, otra menos alegre: el vuelo 965 de American Airlines, proveniente de Miami, se había estrellado contra la ladera oeste de la montaña El Diluvio.
Un accidente, el giro más importante en la novela, ocurre hacia el final del primer capítulo, y esa relación antitética entre vida y muerte alcanza dimensiones mucho más profundas. Antonio acompaña al ex aviador a la Casa de Poesía Silva, para que este pueda escuchar un casete cuyo contenido el protagonista desconoce. Tratando de vencer el tiempo de espera, él se decide a escuchar unos versos del poeta José Asunción Silva. Es en ese preciso momento, cuando la novela alcanza fuertes matices intertextuales y líricos, donde ambas vidas se entrelazan: Laverde llora en silencio por algo que aquella grabación le está revelando, Yammara escucha el Nocturno del poeta bogotano José Asunción Silva: Estos dos hechos crearán una paradoja irreconciliable entre las vidas de Yammara y Laverde. El escritor consigue componer en un mismo momento narrativo la aparición de una nueva vida, Leticia, la hija de Antonio, y el fallecimiento de Elena, la esposa del ex piloto, que iba a bordo de la nave accidentada. La muerte se presenta en la novela como una forma de anulación del presente, de búsqueda constante, de reconocimiento de lo ocurrido en el pasado, aunque este sea esquivo. Así lo entiende Juan Gabriel Vásquez, pues logra unir a dos generaciones colombianas, la de Antonio Yammara y la de Ricardo Laverde, ambas testigos del ascenso al poder de Pablo Escobar y el narcotráfico.
Y tu sombraFina y lánguida,Y mi sombra Por los rayos de la luna proyectadas,Sobre las arenas tristesDe la senda se juntaban,Y eran una,Y eran una,Y eran una sola sombra larga… (18-26)
Las preguntas en la cabeza del protagonista se agolpan, lo obligan a arriesgarse a inquirir, pese a la condición acostumbrada de obviarlo todo, de no preguntar más de la cuenta. Él se atreve y sale tras Laverde que ha abandonado el lugar. Y como reivindicando esa advertencia tácita de la sociedad colombiana de el peligro acerca de saber, Juan Gabriel Vásquez construye una escena donde preguntar costó más de lo esperado. Ambos caminan, el abogado y el ex piloto, cuando son atacados por dos hombres en una moto que abren fuego a quemarropa: Laverde muere, Yammara sobrevive, sin embargo sus heridas (aquí la metáfora alcanza para hablar de una herida en todo el territorio colombiano, pero también para hablar de las heridas psicológicas y de las heridas físicas), lo convierten en su ser huidizo, débil. En este punto las preguntas quedan detenidas: “¿Qué escuchaba ese hombre? ¿Qué sonido lo venció de esa forma? ¿De qué historia proviene ese llanto?”.
De ahí en adelante, la novela se desdobla, pues empieza la búsqueda de respuestas por parte de Yammara, quien necesita conocer más acerca de la vida del hombre que cambió la suya. El ruido de las cosas al caer,constituye una trama con dos historias de amor separadas por el tiempo; una historia de amistad que no alcanzó a ser; una novela de suspense cuyos cabos sueltos permiten al lector imaginar más de la cuenta. Un concienzudo manejo del lenguaje le ha permitido al autor configurar una narrativa sin artificios, cuya escritura, correcta y objetiva, está pensada para describir, sí, pero nunca más de lo debido. El interés aumenta, aún más cuando, en correspondencia, los tiempos verbales se van intercalando a la vez que el narrador varía: de un narrador en primera persona, Vásquez se pasa, de modo imperceptible, como si cambiara de tono en la voz, a uno en tercera persona, casi omnisciente. Y desde entonces el juego de interconexiones en la trama, se convierte en la única pista para llegar a un final que incluso así, se presenta irreconocible.
Juan Gabriel Vásquez, quien consiguió con esta obra el Premio Alfaguara en 2011, nos presenta una novela con historias envolventes, de silencios y mentiras, que con toda seguridad dejará en el lector una sensación de incertidumbre y de necesidad de respuestas. Pero esas respuestas ya son sólo los ruidos de las cosas que se terminan.

Texo publicado originalmente en http://elimperdible.ec, en Noviembre de 2012
  
1  En este sentido, es preciso anotar varias novelas donde el narcotráfico, el sicariato, o la prostitución —esta última vista como consecuencia del dinero fácil producto del narcotráfico en sectores marginales de Colombia— aparecen como temas centrales para reflejar la realidad de una Colombia convulsionada. La mirada urbana, alejada del realismo mágico de García Márquez y de la tradición que este engendró en la narrativa colombiana encuentra una nueva fuente temática en la violencia generada a partir del negocio del tráfico de estupefacientes.  Entre la nueva generación de escritores adscritos a esta postura, destacan las novelas Rosario Tijeras de Jorge Franco, La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, La lectora de  Sergio Álvarez, Sin tetas no hay paraíso de Bolívar Gonzáles, entre otras.