Peky Andino: una krónica kon k


Mi primer acercamiento a la obra de Peky Andino, dramaturgo, guionista y director ecuatoriano, fue en el Teatro Variedades en noviembre del 2009, durante el reestreno de su obra, Kito kon k. Allí, la música compuesta por Paúl Segovia, fallecido vocalista del grupo Sal y Mileto, junto a las actuaciones de Juana Guarderas, Pancho Arias y Juana Estrella,  traían a las tablas nuevamente, quizá la obra más importante del teatro experimental ecuatoriano. Como augurando el ambiente de brutalidad urbana que vive hoy la capital, en 1998, el dramaturgo había puesto en escena a un personaje fascista, criado por el nacionalismo de su “madre patria”.
Diez años después, la obra regresaba a los teatros para demostrar que la violencia estaba ahí, en la vida de la sociedad, pero también en la vida del autor. “Un vida violenta de la que me quiero ir como quien migra de un país que ya no tiene remedio”, me escribió alguna vez. Meses después de reestrenada la obra, en Quito, un skinhead neofascista fue asesinado por un joven militante de la Brigada Antifascista (BAF).
Luego, pasaron varios meses sin que supiera mayor cosa de él, salvo por el lanzamiento de su libro, Las comedias de la muerte, y su trabajo como productor ejecutivo del programa, Así somos (Ecuavisa). Hasta allí acudí, hace pocas semanas, para entrevistarme con él. A mi llegada me notificaron que Peky estaba retrasado, pues se encontraba reunido con el escenógrafo del programa, así que decidí sentarme pacientemente en la recepción a esperar por el dramaturgo. Me sumergí en la introducción que hace Vivian Martínez Tabares, crítica e investigadora teatral cubana, sobre la obra de Andino en el libro de comedias del autor. Una y otra vez, repasé las notas que ha hecho la prensa sobre sus obras. Hasta que por fin apareció el director, que en ese preciso instante subía del set de grabación del programa. Se disculpó por el retraso y me explicó que la cosa se había complicado un poco pues se presentaba artista colombiana que no sabía quién diablos era. Intuí yo que se trataba de Fanny Lu, quien se hallaba en el país para dar un concierto al día siguiente. Pero yo, por mi parte, estaba concentrado en la entrevista, pues no quería inquirir sobre su estética, ni preguntar, en afán periodístico, sobre la política de su teatro. Eso ya lo sabía, lo había visto en sus obras, en sus comentarios en las redes sociales. Andino es un anarco liberal. “Difícil de explicar, ¿y qué?, Borges también decía que lo era”, me dijo después, mientras esbozaba una sonrisa.Este hecho me lleva a sostener una entrevista por correo electrónico con el director, a fin de encontrar compatibilidades entre la realidad y el imaginario que él planteaba en su obra. Empecé dicha entrevista preguntando por su personaje central, Ángel K., quizá por su fuerza en escena, quizá porque era un reflejo adelantado de lo que tantas veces he visto en la zona. “Mi personaje es como un Frankenstein que tiene  restos de gente que conocí, de mí mismo, de todos los que nos escondíamos en los condominios 77 para no ser descubiertos” me respondió unos días más tarde. Lo siguiente que compartí con el director fueron sus demás obras, algunas las vi en escena, Evaristo Go-Go Velasco Ye-Ye, Moros en la azotea, otras me llegaron impresas en algunos libros: Gertrudis forever, La santísima, Medea llama por cobrar, Ceremonia con sangre, Ulises y la máquina de perdices. Todas con una ironía que a veces me divertía, y, a veces, me incomodaba por sincera.


Unos minutos después, mientras miraba el suelo como tratando de comprender algo, sostuvo que siente ternura por los jóvenes que llevan una bitácora y escriben todo el día, pues no está seguro de si alguna vez le gustó escribir. El director se tomó el rostro con un gesto de cansancio, mientras me decía que para él el acto de la escritura es algo perverso de lo que debe deshacerse lo más pronto posible y dedicarse a sus dos grandes pasiones: el fútbol y el cine barato. “Desde niño consumí muchas películas”, me explicó con cierto tono divertido, “En esa especie de panóptico que es Latacunga, donde existía un solo cine”. Allí pasó su infancia viendo obras de directores poco comunes para su edad, pues recordaba que no existía ningún tipo de censura. Pasolini, Bertulocci, Mankiewicz, entre otros, configuran el cine de culto al que estuvo acostumbrado desde los ocho años, en contraposición a las películas de Bruce Lee que, soltó divertido, habrá visto unas quince veces cada una.Me contó que su encuentro con la literatura empezó desde muy pequeño: su padre era maestro y gran contador de cuentos. De ahí su amor por las narraciones, aunque en este sentido existe también un lado oscuro. Su madre, en una faceta de fe,  le hacía leer fragmentos del Antiguo Testamento y siempre encontró interesante en aquellas “historias de terror de la Biblia” en las que Dios era castigador. Alguna vez sostuvo incluso que Él era un asesino, y que el infierno le parecía más simpático, porque el diablo no había matado a nadie, pero Dios se encargaba de arrasar con todos. Esa idea le costó una bofetada y una pregunta que lleva cuarenta años sin responder: ¿No ha estado la tradición judeo-cristiana adorando al Dios equivocado?


Entonces mencionó algo que apareció como una respuesta a su estética: “Yo siempre me mantuve”, dijo ya más serio “entre lo sacro y lo profano, lo intelectual y lo mundano; entre la banalidad y la filosofía, la profundidad y lo superficial; entre el mundo de las ideas y el ejercicio simple de la cotidianidad”. Cada palabra la iba soltando ya con más solemnidad, como si hubiera logrado arrastrarme a mí también a esa dualidad que él sentía. Mismo desdoblamiento que presiente en la ciudad, con un fuerte componente discriminatorio, pero que no está exenta, al mismo tiempo, de una latente cultura indígena. Así se refleja, y lo dijo casi como una reflexión, en un personaje de la Santísima Tragedia (la Mama Negra, en el imaginario popular), llamado La Camisona, el encargado de abrir las calles para el desfile. En este punto hizo un paréntesis para contarme que ha vuelto todos los años a la fiesta, en septiembre . Yo, por mi parte, recordé la obra que estrenara el autor en marzo de 2009, en el Teatro Nacional SucreLa Santísima, donde hace alusión a la tradicional fiesta, junto a parlamentos poéticos de denuncia hacia el gobierno de represión socialcristiana de Febres Cordero.
Se acomodó en el sillón para entrar en un tema que, hasta entonces, yo había evitado: la política. Habló de las posturas bolches, del capitalismo en el que se ha insertado Latinoamérica, mencionó al Estado ecuatoriano, y aseguró sentirse conforme de su relación con el gobierno, pues el paga sus impuestos, como todos. Desechó el discurso de que a los artistas el Estado deba retribuirles algo por construir una identidad ecuatoriana, como muchos aseguran. “Yo estoy trabajando como todo el mundo”, dijo con algo de indignación, “y no creo que el Estado me deba nada”. Sostuvo que el único talento que tiene es escribir y eso es lo que ofrece: “No soy un artista. Ante todo me identifico con lo obrero, eso es lo que soy”.La necesidad de reconocerse, de mirarse en los espejos y hablar en primera persona es fundamental para Andino, piensa que es lo que la literatura ecuatoriana necesita. “No creo en la literatura que describe a los otros”, pronunció como una sentencia, como para resumir la historia literaria del país. Con impresionante lucidez, me iba desglosando a varios de los autores más nombrados de Ecuador, los analizaba, los criticaba, hasta que concluyó diciendo que fue importante haberlos leído, para poder desprenderse de ellos, para buscar otro camino. Recordó también su etapa de poesía provocadora, de la que se desprendió porque nunca se sintió identificado con el mundo de los poetas. Aunque con mucha nostalgia habló de su paso con los “miletos”, de la época de recitales y rock, donde después de leer sus textos, los rompía y se olvidaba de ellos. Ya lo otro fue mezclar la poesía con el teatro, hasta este último momento, donde su obra se ha vuelto más universal, más narrativa. Pero es un teatro de lo íntimo, así lo aseguró, es crear una patria personal, es la opción que escogió para decir las cosas.


Ya como volviendo a aterrizar en su oficina en Ecuavisa, me contó de su relación con la televisión. Y, por primera vez, escuchaba una opinión sincera, alejada del discurso hipócrita de una T.V. de calidad y educativa, porque para Peky Andino la televisión es un instrumento al que le dedicamos un tiempo de banalidad y descanso. “A la gente le importa bailar, vivir, tomar, que no le jodan”, se acomoda otra vez en el sillón, y me mira como si tratara de adivinar en mi rostro aprobación o recriminación, “La televisión es lo que es: banalidad, es una fábrica de hacer sueños”.Para salirme un poco del tema, mencioné su último libro, Las comedias de la muerte, y le lancé una pregunta que me había estado dando vueltas desde que lo leí: “¿Por qué esa relación reiterativa, consuetudinaria con la muerte?”. Y en su respuesta entendí la obviedad del tema. Me dijo que la muerte es una presencia muy fuerte en nuestra cultura, pero que también es la posibilidad de que acabe el dolor. Entonces, la voz se le puso fría, ya no me miraba, tenía la vista clavada en algún punto distante de la realidad. Mencionó su relación con la muerte desde que era niño, pues creció en una familia numerosa donde eran comunes los velorios. Habló de su padre y de Paúl Segovia, a quien tuvo que vestir y acomodar en el féretro. “El frío de mis labios besando su frente no se me va”, dijo refiriéndose al desaparecido músico, con quien fundara Sal y Mileto años atrás. “Ahora ya no quiero ver tanto muerto”, sentenció, como si zanjara de una vez la pregunta.


Sin embargo, también está consciente de que hace falta criticidad y ética, sobre todo porque el nivel de debate en el país es mediocre. Sentí desesperación, angustia, reclamo en su voz, pues siente que los jóvenes son los culpables de que ese debate no se refresque. “Las nuevas generaciones no deben esperar su oportunidad, deben tomarla”, argumentó un poco más calmado. Entonces decidí dar por terminada la entrevista, había logrado escarbar un poco en la personalidad del autor, que era lo que a fin de cuentas buscaba. Lo que vino luego fue una sana crítica de algunos autores ecuatorianos, amigos en común unos cuantos. Salí después de casi dos horas de conversación del canal, pensando en cómo empezar este texto. En la mano la cámara de fotos y el libro del autor, donde releo la dedicatoria que hace algunos meses atrás me había hecho: “Para Sharvelt, estos delirios de Kito kon k y mi korazón”. Sonreí al recordar la escena final de una de sus obras, como si fuera el final de este texto, en el que aún no había pensado y ya lo había escrito él mismo, explicando quizá las razones de la entrevista: “Porque había que devolver los besos y los golpes a esta ciudad”.

Texo publicado originalmente en http://elimperdible.ec, en Octubre de 2011