Juan Gabriel Vásquez y el ruido de las cosas contadas


Las anécdotas que en El ruido de las cosas al caer se van superponiendo hasta alcanzar una sola historia invadida por el miedo, aparecen como secretos, como recuerdos archivados por instinto de supervivencia, que vuelven al pasado propio, e inquieren incluso en el de los otros en busca de coincidencias y complicidades. En esta novela, Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973), recurre al narcotráfico, algo usual ya en la narrativa colombiana última, pero lo hace para dar vida a unos personajes lejanos al tema como tal. Estos sólo serán víctimas de una historia cargada de extraños y nefastos personajes, corrupción y violencia, producto de una era de terror donde el negocio de las drogas alcanzó su punto más álgido.
La primera muerte de la novela, ocurrida en el 2009, en realidad la última de la trama, es la de un hipopótamo extraviado, proveniente del zoológico de Pablo Escobar, asesinado a manos de dos francotiradores. Este hecho trae a la memoria de Antonio Yammara la presencia de un nombre que casi había desaparecido: Ricardo Laverde. Aquel suceso no solo pone en marcha las evocaciones del protagonista de la novela, sino que sitúa al lector en una Colombia ya golpeada por la violencia, consecuencia del negocio del tráfico de estupefacientes, cuya vida se ha construido en base a una frialdad, resignación más bien, creada por la asiduidad con que los grandes líderes de los carteles ajustaban cuenta con quienes los perseguían, pero también por la televisión y los diarios:
Nadie preguntó por qué lo habrían matado, ni quién, porque esas preguntas habían dejado de tener sentido en mi ciudad, o se hacían de manera retórica, sin esperar respuesta, como única manera de reaccionar ante la nueva cachetada (Vásquez, 2011).
Pero cuando Yammara recuerda al enigmático Laverde, un ex piloto que acababa de salir de la cárcel tras 20 años de reclusión, a quien conoció en 1995 en un billar cercano a la universidad donde impartía clases, las preguntas sí cobran sentido. La necesidad de conocer más sobre alguien que apenas había cruzado algunas palabras con él y que, sin embargo, marcaría su vida de manera total, rompe, precisamente, con la cadena de silencios en la que la sociedad colombiana, al menos la de la generación del protagonista, había estado habituada a transitar. Y rompe también con la oscuridad narrativa, regida hasta el momento por esporádicos disparos de escenas, cargadas en su mayoría de un velo subjetivo. La historia del personaje principal es confusa, y aunque la del otro es desconocida, aparece más clara, los retazos se van juntando lentamente y apenas ahí, en el paralelismo de dos vidas separadas por los años, descubrimos las señas de Antonio Yammara, quien espera una hija, y que se ha enterado de esta noticia días antes de ver, por los medios, otra menos alegre: el vuelo 965 de American Airlines, proveniente de Miami, se había estrellado contra la ladera oeste de la montaña El Diluvio.
Un accidente, el giro más importante en la novela, ocurre hacia el final del primer capítulo, y esa relación antitética entre vida y muerte alcanza dimensiones mucho más profundas. Antonio acompaña al ex aviador a la Casa de Poesía Silva, para que este pueda escuchar un casete cuyo contenido el protagonista desconoce. Tratando de vencer el tiempo de espera, él se decide a escuchar unos versos del poeta José Asunción Silva. Es en ese preciso momento, cuando la novela alcanza fuertes matices intertextuales y líricos, donde ambas vidas se entrelazan: Laverde llora en silencio por algo que aquella grabación le está revelando, Yammara escucha el Nocturno del poeta bogotano José Asunción Silva: Estos dos hechos crearán una paradoja irreconciliable entre las vidas de Yammara y Laverde. El escritor consigue componer en un mismo momento narrativo la aparición de una nueva vida, Leticia, la hija de Antonio, y el fallecimiento de Elena, la esposa del ex piloto, que iba a bordo de la nave accidentada. La muerte se presenta en la novela como una forma de anulación del presente, de búsqueda constante, de reconocimiento de lo ocurrido en el pasado, aunque este sea esquivo. Así lo entiende Juan Gabriel Vásquez, pues logra unir a dos generaciones colombianas, la de Antonio Yammara y la de Ricardo Laverde, ambas testigos del ascenso al poder de Pablo Escobar y el narcotráfico.
Y tu sombraFina y lánguida,Y mi sombra Por los rayos de la luna proyectadas,Sobre las arenas tristesDe la senda se juntaban,Y eran una,Y eran una,Y eran una sola sombra larga… (18-26)
Las preguntas en la cabeza del protagonista se agolpan, lo obligan a arriesgarse a inquirir, pese a la condición acostumbrada de obviarlo todo, de no preguntar más de la cuenta. Él se atreve y sale tras Laverde que ha abandonado el lugar. Y como reivindicando esa advertencia tácita de la sociedad colombiana de el peligro acerca de saber, Juan Gabriel Vásquez construye una escena donde preguntar costó más de lo esperado. Ambos caminan, el abogado y el ex piloto, cuando son atacados por dos hombres en una moto que abren fuego a quemarropa: Laverde muere, Yammara sobrevive, sin embargo sus heridas (aquí la metáfora alcanza para hablar de una herida en todo el territorio colombiano, pero también para hablar de las heridas psicológicas y de las heridas físicas), lo convierten en su ser huidizo, débil. En este punto las preguntas quedan detenidas: “¿Qué escuchaba ese hombre? ¿Qué sonido lo venció de esa forma? ¿De qué historia proviene ese llanto?”.
De ahí en adelante, la novela se desdobla, pues empieza la búsqueda de respuestas por parte de Yammara, quien necesita conocer más acerca de la vida del hombre que cambió la suya. El ruido de las cosas al caer,constituye una trama con dos historias de amor separadas por el tiempo; una historia de amistad que no alcanzó a ser; una novela de suspense cuyos cabos sueltos permiten al lector imaginar más de la cuenta. Un concienzudo manejo del lenguaje le ha permitido al autor configurar una narrativa sin artificios, cuya escritura, correcta y objetiva, está pensada para describir, sí, pero nunca más de lo debido. El interés aumenta, aún más cuando, en correspondencia, los tiempos verbales se van intercalando a la vez que el narrador varía: de un narrador en primera persona, Vásquez se pasa, de modo imperceptible, como si cambiara de tono en la voz, a uno en tercera persona, casi omnisciente. Y desde entonces el juego de interconexiones en la trama, se convierte en la única pista para llegar a un final que incluso así, se presenta irreconocible.
Juan Gabriel Vásquez, quien consiguió con esta obra el Premio Alfaguara en 2011, nos presenta una novela con historias envolventes, de silencios y mentiras, que con toda seguridad dejará en el lector una sensación de incertidumbre y de necesidad de respuestas. Pero esas respuestas ya son sólo los ruidos de las cosas que se terminan.

Texo publicado originalmente en http://elimperdible.ec, en Noviembre de 2012
  
1  En este sentido, es preciso anotar varias novelas donde el narcotráfico, el sicariato, o la prostitución —esta última vista como consecuencia del dinero fácil producto del narcotráfico en sectores marginales de Colombia— aparecen como temas centrales para reflejar la realidad de una Colombia convulsionada. La mirada urbana, alejada del realismo mágico de García Márquez y de la tradición que este engendró en la narrativa colombiana encuentra una nueva fuente temática en la violencia generada a partir del negocio del tráfico de estupefacientes.  Entre la nueva generación de escritores adscritos a esta postura, destacan las novelas Rosario Tijeras de Jorge Franco, La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, La lectora de  Sergio Álvarez, Sin tetas no hay paraíso de Bolívar Gonzáles, entre otras.