“Arde Quito” o los jóvenes con mañas de viejo

Ni diez minutos hicieron falta para derrumbar el escenario postapocalíptico que Miguel Molina había retratado en su artículo “Arde Quito”, publicado en Diario Hoy. Ni al presidente Correa se le presentó dificultad a la hora de mostrar a todo el mundo cómo el artículo escrito por Molina había sido armado desde el desconocimiento que produce la ausencia. Y no bastó más tiempo porque hacerle creer a la gente cosas que no existen es ya un mal negocio, más aún cuando la mentira se urde con tan poca prolijidad. Esta vez el pez cayó por su propia boca —tuit sería la palabra indicada—, y de qué manera.
                Este texto lo escribo con una sensación dulceamarga. Me alegra ver que el Gobierno sigue sacando a la ciudadanía del error de confiar en los medios de comunicación —a estas alturas más enceguecidos por el odio y el resentimiento que por el poder—, y que no permite que muchos lectores caigan en las inescrupulosas palabras de algunos aprovechados que por tener acceso a estos medios creen que pueden meterle los dedos en la boca a todo el mundo. Pero también me entristece saber que uno de ellos, a quien esta vez le tocó estar en la fila de aquellos a quienes los ciudadanos los recordarán al señalarlos y decir “mentira comprobada”, sea un gran amigo mío.
Miguel Molina, 2013.
                “Está por caer la noche”, así empieza el texto de Molina. Y al leer esto cualquiera pensaría que quien lo escribe estuvo ahí parado, al filo del cañón con una libretita y sus ojos muy abiertos, tanto que estaba más ensimismado en el atardecer que en huir de los gases y las balas que más abajo dice que se abatieron sobre todos. Pero nada de esto pasó: no hubo libretita, ni ojos, ni ensimismamiento, porque en el lugar de los hechos no hubo Miguel Molina que los presenciara. Así empieza no sólo la mentira, sino ese afán de periodista viejo —zorro viejo dicen algunos con esa tonta risita ególatra— de tratarnos a los lectores como a tontos, de hacernos creer que él estuvo ahí y que por tanto lo que abajo va a opinar será con conocimiento de causa. Y si hay algo que en lo personal me moleste, es que me traten como a tonto. En este híbrido de crónica y columna, Molina lo asegura todo con una convicción que da envidia, porque uno se pregunta cómo alguien a kilómetros de distancia del país tiene tantas certezas juntas. Pero no, acá el asunto es de sinvergüencería o de facilismo. Sinvergüenza quien lo redacta, si aún sabiendo que miente lo hace con orgullo, con ese orgullo de decir: acá y digo eso y la gente me cree. Facilismo si quién lo escribe lo hizo a través de las historias que seguramente llegaban al inbox de su Facebook. En cualquiera de los dos casos, la seguridad que queda es que estamos frente a un mal periodista. Y el caso es más grave porque Molina no lo es, periodista quiero decir, aunque se dé esas licencias de cronista de prensa que ignoran la primera regla: la verdad es lo que debe primar. Me dirán que era un artículo de opinión y por tanto no precisa de ser periodista. Sí, pero insisto, lo de cronista le quedó muy mal (lo digo en cualquier sentido periodístico). Molina seguro confió en sus fuentes y olvidó que fuentes sin pruebas es como abuelita pero en China. Y si, por otro lado, tiene pruebas, acabó fracasando porque nunca las presentó, y ahora dirá que se supone que para qué presenta lo evidente. Miguel, otra regla de oro, nunca supongas. Las pruebas que a estas alturas presentes, serán una tontería de una defensa ya mal armada, —porque el problema acá no es que haya ocurrido o no lo que Molina retrata, el problema es que trate de hacer creer a la gente que prácticamente tragó gas y aguantó balas.
                Pero eso quizá no sea lo más peligroso. Molina se aprovecha de su cercanía a las letras, y en este punto no me detendré a opinar la estructura del texto sobre el que hablo, porque eso es precisamente lo más débil de todo, y por tanto lo que le quita importancia al artículo. Decía que Molina aprovecha su situación y escribe un título que o raya en la manipulación o devela la tontería. De ser la primera, estamos frente al abuso de la ambigüedad, que quiere hacernos creer que Quito es la Roma de Nerón, en un texto que se arrellana en lo amarillista y soez, o que está llamando a la insurrección, que desde un medio insta a la población a quemar la capital. Esto es inmoral, ilegal, ilegítimo. O puede ser que no se haya dado cuenta la insensatez que cometía, lo cual sería preferible, porque así no tendría yo que decir que tengo un amigo pirómano y terrorista. En cualquier caso la culpa es de diario Hoy por dejar que semejante absurdo se publique.

            Creo que ya en la opinión de Miguel no será necesario que me detenga por dos razones: por un lado, cada uno es libre de expresar su opinión, siempre y cuando respete los derechos del resto, y por otro, luego de haber visto tal muestra de falsedades, no creo que merezca la pena detenerme en nada más. Sí, Miguel Molina será un nombre que no olvidaremos fácilmente, como el de tantos otros, cuyas deshonrosas prácticas quedaron al descubierto.

Juan Gabriel Vásquez y el ruido de las cosas contadas


Las anécdotas que en El ruido de las cosas al caer se van superponiendo hasta alcanzar una sola historia invadida por el miedo, aparecen como secretos, como recuerdos archivados por instinto de supervivencia, que vuelven al pasado propio, e inquieren incluso en el de los otros en busca de coincidencias y complicidades. En esta novela, Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973), recurre al narcotráfico, algo usual ya en la narrativa colombiana última, pero lo hace para dar vida a unos personajes lejanos al tema como tal. Estos sólo serán víctimas de una historia cargada de extraños y nefastos personajes, corrupción y violencia, producto de una era de terror donde el negocio de las drogas alcanzó su punto más álgido.
La primera muerte de la novela, ocurrida en el 2009, en realidad la última de la trama, es la de un hipopótamo extraviado, proveniente del zoológico de Pablo Escobar, asesinado a manos de dos francotiradores. Este hecho trae a la memoria de Antonio Yammara la presencia de un nombre que casi había desaparecido: Ricardo Laverde. Aquel suceso no solo pone en marcha las evocaciones del protagonista de la novela, sino que sitúa al lector en una Colombia ya golpeada por la violencia, consecuencia del negocio del tráfico de estupefacientes, cuya vida se ha construido en base a una frialdad, resignación más bien, creada por la asiduidad con que los grandes líderes de los carteles ajustaban cuenta con quienes los perseguían, pero también por la televisión y los diarios:
Nadie preguntó por qué lo habrían matado, ni quién, porque esas preguntas habían dejado de tener sentido en mi ciudad, o se hacían de manera retórica, sin esperar respuesta, como única manera de reaccionar ante la nueva cachetada (Vásquez, 2011).
Pero cuando Yammara recuerda al enigmático Laverde, un ex piloto que acababa de salir de la cárcel tras 20 años de reclusión, a quien conoció en 1995 en un billar cercano a la universidad donde impartía clases, las preguntas sí cobran sentido. La necesidad de conocer más sobre alguien que apenas había cruzado algunas palabras con él y que, sin embargo, marcaría su vida de manera total, rompe, precisamente, con la cadena de silencios en la que la sociedad colombiana, al menos la de la generación del protagonista, había estado habituada a transitar. Y rompe también con la oscuridad narrativa, regida hasta el momento por esporádicos disparos de escenas, cargadas en su mayoría de un velo subjetivo. La historia del personaje principal es confusa, y aunque la del otro es desconocida, aparece más clara, los retazos se van juntando lentamente y apenas ahí, en el paralelismo de dos vidas separadas por los años, descubrimos las señas de Antonio Yammara, quien espera una hija, y que se ha enterado de esta noticia días antes de ver, por los medios, otra menos alegre: el vuelo 965 de American Airlines, proveniente de Miami, se había estrellado contra la ladera oeste de la montaña El Diluvio.
Un accidente, el giro más importante en la novela, ocurre hacia el final del primer capítulo, y esa relación antitética entre vida y muerte alcanza dimensiones mucho más profundas. Antonio acompaña al ex aviador a la Casa de Poesía Silva, para que este pueda escuchar un casete cuyo contenido el protagonista desconoce. Tratando de vencer el tiempo de espera, él se decide a escuchar unos versos del poeta José Asunción Silva. Es en ese preciso momento, cuando la novela alcanza fuertes matices intertextuales y líricos, donde ambas vidas se entrelazan: Laverde llora en silencio por algo que aquella grabación le está revelando, Yammara escucha el Nocturno del poeta bogotano José Asunción Silva: Estos dos hechos crearán una paradoja irreconciliable entre las vidas de Yammara y Laverde. El escritor consigue componer en un mismo momento narrativo la aparición de una nueva vida, Leticia, la hija de Antonio, y el fallecimiento de Elena, la esposa del ex piloto, que iba a bordo de la nave accidentada. La muerte se presenta en la novela como una forma de anulación del presente, de búsqueda constante, de reconocimiento de lo ocurrido en el pasado, aunque este sea esquivo. Así lo entiende Juan Gabriel Vásquez, pues logra unir a dos generaciones colombianas, la de Antonio Yammara y la de Ricardo Laverde, ambas testigos del ascenso al poder de Pablo Escobar y el narcotráfico.
Y tu sombraFina y lánguida,Y mi sombra Por los rayos de la luna proyectadas,Sobre las arenas tristesDe la senda se juntaban,Y eran una,Y eran una,Y eran una sola sombra larga… (18-26)
Las preguntas en la cabeza del protagonista se agolpan, lo obligan a arriesgarse a inquirir, pese a la condición acostumbrada de obviarlo todo, de no preguntar más de la cuenta. Él se atreve y sale tras Laverde que ha abandonado el lugar. Y como reivindicando esa advertencia tácita de la sociedad colombiana de el peligro acerca de saber, Juan Gabriel Vásquez construye una escena donde preguntar costó más de lo esperado. Ambos caminan, el abogado y el ex piloto, cuando son atacados por dos hombres en una moto que abren fuego a quemarropa: Laverde muere, Yammara sobrevive, sin embargo sus heridas (aquí la metáfora alcanza para hablar de una herida en todo el territorio colombiano, pero también para hablar de las heridas psicológicas y de las heridas físicas), lo convierten en su ser huidizo, débil. En este punto las preguntas quedan detenidas: “¿Qué escuchaba ese hombre? ¿Qué sonido lo venció de esa forma? ¿De qué historia proviene ese llanto?”.
De ahí en adelante, la novela se desdobla, pues empieza la búsqueda de respuestas por parte de Yammara, quien necesita conocer más acerca de la vida del hombre que cambió la suya. El ruido de las cosas al caer,constituye una trama con dos historias de amor separadas por el tiempo; una historia de amistad que no alcanzó a ser; una novela de suspense cuyos cabos sueltos permiten al lector imaginar más de la cuenta. Un concienzudo manejo del lenguaje le ha permitido al autor configurar una narrativa sin artificios, cuya escritura, correcta y objetiva, está pensada para describir, sí, pero nunca más de lo debido. El interés aumenta, aún más cuando, en correspondencia, los tiempos verbales se van intercalando a la vez que el narrador varía: de un narrador en primera persona, Vásquez se pasa, de modo imperceptible, como si cambiara de tono en la voz, a uno en tercera persona, casi omnisciente. Y desde entonces el juego de interconexiones en la trama, se convierte en la única pista para llegar a un final que incluso así, se presenta irreconocible.
Juan Gabriel Vásquez, quien consiguió con esta obra el Premio Alfaguara en 2011, nos presenta una novela con historias envolventes, de silencios y mentiras, que con toda seguridad dejará en el lector una sensación de incertidumbre y de necesidad de respuestas. Pero esas respuestas ya son sólo los ruidos de las cosas que se terminan.

Texo publicado originalmente en http://elimperdible.ec, en Noviembre de 2012
  
1  En este sentido, es preciso anotar varias novelas donde el narcotráfico, el sicariato, o la prostitución —esta última vista como consecuencia del dinero fácil producto del narcotráfico en sectores marginales de Colombia— aparecen como temas centrales para reflejar la realidad de una Colombia convulsionada. La mirada urbana, alejada del realismo mágico de García Márquez y de la tradición que este engendró en la narrativa colombiana encuentra una nueva fuente temática en la violencia generada a partir del negocio del tráfico de estupefacientes.  Entre la nueva generación de escritores adscritos a esta postura, destacan las novelas Rosario Tijeras de Jorge Franco, La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, La lectora de  Sergio Álvarez, Sin tetas no hay paraíso de Bolívar Gonzáles, entre otras.

Peky Andino: una krónica kon k


Mi primer acercamiento a la obra de Peky Andino, dramaturgo, guionista y director ecuatoriano, fue en el Teatro Variedades en noviembre del 2009, durante el reestreno de su obra, Kito kon k. Allí, la música compuesta por Paúl Segovia, fallecido vocalista del grupo Sal y Mileto, junto a las actuaciones de Juana Guarderas, Pancho Arias y Juana Estrella,  traían a las tablas nuevamente, quizá la obra más importante del teatro experimental ecuatoriano. Como augurando el ambiente de brutalidad urbana que vive hoy la capital, en 1998, el dramaturgo había puesto en escena a un personaje fascista, criado por el nacionalismo de su “madre patria”.
Diez años después, la obra regresaba a los teatros para demostrar que la violencia estaba ahí, en la vida de la sociedad, pero también en la vida del autor. “Un vida violenta de la que me quiero ir como quien migra de un país que ya no tiene remedio”, me escribió alguna vez. Meses después de reestrenada la obra, en Quito, un skinhead neofascista fue asesinado por un joven militante de la Brigada Antifascista (BAF).
Luego, pasaron varios meses sin que supiera mayor cosa de él, salvo por el lanzamiento de su libro, Las comedias de la muerte, y su trabajo como productor ejecutivo del programa, Así somos (Ecuavisa). Hasta allí acudí, hace pocas semanas, para entrevistarme con él. A mi llegada me notificaron que Peky estaba retrasado, pues se encontraba reunido con el escenógrafo del programa, así que decidí sentarme pacientemente en la recepción a esperar por el dramaturgo. Me sumergí en la introducción que hace Vivian Martínez Tabares, crítica e investigadora teatral cubana, sobre la obra de Andino en el libro de comedias del autor. Una y otra vez, repasé las notas que ha hecho la prensa sobre sus obras. Hasta que por fin apareció el director, que en ese preciso instante subía del set de grabación del programa. Se disculpó por el retraso y me explicó que la cosa se había complicado un poco pues se presentaba artista colombiana que no sabía quién diablos era. Intuí yo que se trataba de Fanny Lu, quien se hallaba en el país para dar un concierto al día siguiente. Pero yo, por mi parte, estaba concentrado en la entrevista, pues no quería inquirir sobre su estética, ni preguntar, en afán periodístico, sobre la política de su teatro. Eso ya lo sabía, lo había visto en sus obras, en sus comentarios en las redes sociales. Andino es un anarco liberal. “Difícil de explicar, ¿y qué?, Borges también decía que lo era”, me dijo después, mientras esbozaba una sonrisa.Este hecho me lleva a sostener una entrevista por correo electrónico con el director, a fin de encontrar compatibilidades entre la realidad y el imaginario que él planteaba en su obra. Empecé dicha entrevista preguntando por su personaje central, Ángel K., quizá por su fuerza en escena, quizá porque era un reflejo adelantado de lo que tantas veces he visto en la zona. “Mi personaje es como un Frankenstein que tiene  restos de gente que conocí, de mí mismo, de todos los que nos escondíamos en los condominios 77 para no ser descubiertos” me respondió unos días más tarde. Lo siguiente que compartí con el director fueron sus demás obras, algunas las vi en escena, Evaristo Go-Go Velasco Ye-Ye, Moros en la azotea, otras me llegaron impresas en algunos libros: Gertrudis forever, La santísima, Medea llama por cobrar, Ceremonia con sangre, Ulises y la máquina de perdices. Todas con una ironía que a veces me divertía, y, a veces, me incomodaba por sincera.


Unos minutos después, mientras miraba el suelo como tratando de comprender algo, sostuvo que siente ternura por los jóvenes que llevan una bitácora y escriben todo el día, pues no está seguro de si alguna vez le gustó escribir. El director se tomó el rostro con un gesto de cansancio, mientras me decía que para él el acto de la escritura es algo perverso de lo que debe deshacerse lo más pronto posible y dedicarse a sus dos grandes pasiones: el fútbol y el cine barato. “Desde niño consumí muchas películas”, me explicó con cierto tono divertido, “En esa especie de panóptico que es Latacunga, donde existía un solo cine”. Allí pasó su infancia viendo obras de directores poco comunes para su edad, pues recordaba que no existía ningún tipo de censura. Pasolini, Bertulocci, Mankiewicz, entre otros, configuran el cine de culto al que estuvo acostumbrado desde los ocho años, en contraposición a las películas de Bruce Lee que, soltó divertido, habrá visto unas quince veces cada una.Me contó que su encuentro con la literatura empezó desde muy pequeño: su padre era maestro y gran contador de cuentos. De ahí su amor por las narraciones, aunque en este sentido existe también un lado oscuro. Su madre, en una faceta de fe,  le hacía leer fragmentos del Antiguo Testamento y siempre encontró interesante en aquellas “historias de terror de la Biblia” en las que Dios era castigador. Alguna vez sostuvo incluso que Él era un asesino, y que el infierno le parecía más simpático, porque el diablo no había matado a nadie, pero Dios se encargaba de arrasar con todos. Esa idea le costó una bofetada y una pregunta que lleva cuarenta años sin responder: ¿No ha estado la tradición judeo-cristiana adorando al Dios equivocado?


Entonces mencionó algo que apareció como una respuesta a su estética: “Yo siempre me mantuve”, dijo ya más serio “entre lo sacro y lo profano, lo intelectual y lo mundano; entre la banalidad y la filosofía, la profundidad y lo superficial; entre el mundo de las ideas y el ejercicio simple de la cotidianidad”. Cada palabra la iba soltando ya con más solemnidad, como si hubiera logrado arrastrarme a mí también a esa dualidad que él sentía. Mismo desdoblamiento que presiente en la ciudad, con un fuerte componente discriminatorio, pero que no está exenta, al mismo tiempo, de una latente cultura indígena. Así se refleja, y lo dijo casi como una reflexión, en un personaje de la Santísima Tragedia (la Mama Negra, en el imaginario popular), llamado La Camisona, el encargado de abrir las calles para el desfile. En este punto hizo un paréntesis para contarme que ha vuelto todos los años a la fiesta, en septiembre . Yo, por mi parte, recordé la obra que estrenara el autor en marzo de 2009, en el Teatro Nacional SucreLa Santísima, donde hace alusión a la tradicional fiesta, junto a parlamentos poéticos de denuncia hacia el gobierno de represión socialcristiana de Febres Cordero.
Se acomodó en el sillón para entrar en un tema que, hasta entonces, yo había evitado: la política. Habló de las posturas bolches, del capitalismo en el que se ha insertado Latinoamérica, mencionó al Estado ecuatoriano, y aseguró sentirse conforme de su relación con el gobierno, pues el paga sus impuestos, como todos. Desechó el discurso de que a los artistas el Estado deba retribuirles algo por construir una identidad ecuatoriana, como muchos aseguran. “Yo estoy trabajando como todo el mundo”, dijo con algo de indignación, “y no creo que el Estado me deba nada”. Sostuvo que el único talento que tiene es escribir y eso es lo que ofrece: “No soy un artista. Ante todo me identifico con lo obrero, eso es lo que soy”.La necesidad de reconocerse, de mirarse en los espejos y hablar en primera persona es fundamental para Andino, piensa que es lo que la literatura ecuatoriana necesita. “No creo en la literatura que describe a los otros”, pronunció como una sentencia, como para resumir la historia literaria del país. Con impresionante lucidez, me iba desglosando a varios de los autores más nombrados de Ecuador, los analizaba, los criticaba, hasta que concluyó diciendo que fue importante haberlos leído, para poder desprenderse de ellos, para buscar otro camino. Recordó también su etapa de poesía provocadora, de la que se desprendió porque nunca se sintió identificado con el mundo de los poetas. Aunque con mucha nostalgia habló de su paso con los “miletos”, de la época de recitales y rock, donde después de leer sus textos, los rompía y se olvidaba de ellos. Ya lo otro fue mezclar la poesía con el teatro, hasta este último momento, donde su obra se ha vuelto más universal, más narrativa. Pero es un teatro de lo íntimo, así lo aseguró, es crear una patria personal, es la opción que escogió para decir las cosas.


Ya como volviendo a aterrizar en su oficina en Ecuavisa, me contó de su relación con la televisión. Y, por primera vez, escuchaba una opinión sincera, alejada del discurso hipócrita de una T.V. de calidad y educativa, porque para Peky Andino la televisión es un instrumento al que le dedicamos un tiempo de banalidad y descanso. “A la gente le importa bailar, vivir, tomar, que no le jodan”, se acomoda otra vez en el sillón, y me mira como si tratara de adivinar en mi rostro aprobación o recriminación, “La televisión es lo que es: banalidad, es una fábrica de hacer sueños”.Para salirme un poco del tema, mencioné su último libro, Las comedias de la muerte, y le lancé una pregunta que me había estado dando vueltas desde que lo leí: “¿Por qué esa relación reiterativa, consuetudinaria con la muerte?”. Y en su respuesta entendí la obviedad del tema. Me dijo que la muerte es una presencia muy fuerte en nuestra cultura, pero que también es la posibilidad de que acabe el dolor. Entonces, la voz se le puso fría, ya no me miraba, tenía la vista clavada en algún punto distante de la realidad. Mencionó su relación con la muerte desde que era niño, pues creció en una familia numerosa donde eran comunes los velorios. Habló de su padre y de Paúl Segovia, a quien tuvo que vestir y acomodar en el féretro. “El frío de mis labios besando su frente no se me va”, dijo refiriéndose al desaparecido músico, con quien fundara Sal y Mileto años atrás. “Ahora ya no quiero ver tanto muerto”, sentenció, como si zanjara de una vez la pregunta.


Sin embargo, también está consciente de que hace falta criticidad y ética, sobre todo porque el nivel de debate en el país es mediocre. Sentí desesperación, angustia, reclamo en su voz, pues siente que los jóvenes son los culpables de que ese debate no se refresque. “Las nuevas generaciones no deben esperar su oportunidad, deben tomarla”, argumentó un poco más calmado. Entonces decidí dar por terminada la entrevista, había logrado escarbar un poco en la personalidad del autor, que era lo que a fin de cuentas buscaba. Lo que vino luego fue una sana crítica de algunos autores ecuatorianos, amigos en común unos cuantos. Salí después de casi dos horas de conversación del canal, pensando en cómo empezar este texto. En la mano la cámara de fotos y el libro del autor, donde releo la dedicatoria que hace algunos meses atrás me había hecho: “Para Sharvelt, estos delirios de Kito kon k y mi korazón”. Sonreí al recordar la escena final de una de sus obras, como si fuera el final de este texto, en el que aún no había pensado y ya lo había escrito él mismo, explicando quizá las razones de la entrevista: “Porque había que devolver los besos y los golpes a esta ciudad”.

Texo publicado originalmente en http://elimperdible.ec, en Octubre de 2011

Guillermo Lasso: Las cicatrices de una mala idea


La campaña del banquero Guillermo Lasso inició meses antes del plazo oficial definido por el Consejo Nacional Electoral (CNE), y sin embargo pareciera no haber hecho mella en los ciudadanos. Con una tibia presentación, el ahora candidato presidencial se presentaba a una extrañada televidencia que no advertía bien qué estaba pasando: “Hola, soy Guillermo Lasso”, y no era raro escuchar “y a mí qué me importa”, o “¿y éste de dónde salió?”. El spot, que parecía una extravagancia millonaria para que todos supiéramos su nombre, se trataba de otra de las “inteligentes” jugadas de la oposición contra el gobierno de Rafael Correa. “El que pega primero pega dos veces”, pensarían los aliados de este emprendedor ecuatoriano.

Con esta anticipación, y dada la falta de leyes precisas que prevengan este tipo de maniobras, la promoción de Lasso se adelantaba a la del resto de candidatos, y aunque CREO, el partido del candidato pensaba que había hecho un gol electoral, sólo consiguió que la curiosidad de todos se canalice en enterarse quién mismo era este enigmático nerd. Y claro, la memoria le jugó la primera mala pasada al banquero: “CREO que era el superministro de Jamil Mahuad” decían unos, “CREO que fue asesor económico y embajador itinerante de Lucio Gutiérrez” contestaban otros, “CREO que es el de la genial idea esa explotadora del banco del barrio” remataba un tercero para no dejar lugar a dudas. Estrategia 1: fallida.

El verdadero dolor de cabeza llegó para Lasso cuando su primer slogan de campaña se volvió en su contra: “otro Ecuador es posible” decía Lasso con su flamante libro en la mano, “otro banquero imposible” contestaban divertidamente los que ya le habían reconocido, incluso Correa lo decía con sarcasmo en cada oportunidad que se le presentaba. Estrategia 2: fallida.

Pero si hay algo que se le debe reconocer a Guillermo Lasso y a César Monge, director nacional de CREO, es la tenacidad y la capacidad de salir del aprieto con alguna otra estrategia creada al apuro. La nueva genialidad fue apelar al ¿alcoholismo? de algunos, y como parte de una serie de spots llamados “Vivir sin miedo, vivir con esperanza”, aparece uno dedicado a la libertad de decisión, donde un individuo asegura que quiere tomar una cerveza un domingo, o cuando él quiera. Pero la nueva idea tampoco dio demasiados frutos cuando el humor de la gente y el no dejarse convencer con discursos de esa índole terminaron por restarle impacto a dicho producto, y con ese a todos los demás de la misma campaña. A la gente no le convenció el discurso de las libertades bajo el derecho de trabajar con chuchaqui el lunes. Estrategia 3: fallida.

Al final y con un nuevo slogan, el candidato representante de la derecha en Ecuador ha logrado mantener la campaña en algo a flote, aunque su popularidad no haya crecido demasiado y esté bastante debajo del candidato Presidente Rafael Correa. Ahora que Lasso avisa que con él ya viene el otro Ecuador, habrá que preguntarse cuál. El abanico no es muy grande si se toma en cuenta los gobiernos con los que el banquero ha trabajado. Y entonces pensar en que entre los dos Ecuadores que hemos tenido, el anterior al 2007 y el Ecuador actual, sería irresponsable querer “el otro Ecuador” de vuelta.

Definitivamente la estrategia comunicacional no ha jugado en favor del emprendedor Guillermo, que ahora estará pensando en cómo hacerse con la presidencia del Banco de Guayaquil otra vez, para cubrir el tiempo libre que tendrá luego de estas elecciones. Una mala estrategia de la oposición seleccionar un banquero para hacerle frente al gobierno actual, y aún más mala decisión haber escogido precisamente a Guillermo Lasso para ser la figura antagonista de Correa. Ahora tendrán que seguir tratando de alimentar el odio de algunos sectores al Presidente, para en algo favorecerse, para evitar que el ridículo sea más grande.

Lucio Gutiérrez: El regreso del Graduado


Que Lucio era un estudiante brillante es algo de lo que, si se estuvo atento a su campaña de las primarias 2012 de Sociedad Patriótica, ¿no se puede? dudar. Caso contrario, cómo podrían explicarse los cincuenta y siete segundos dedicados a contarnos cómo él se graduó en todo lo que pudo, y siempre como el mejor, en un spot de pésima calidad en cuanto a realización y concepto. Gutiérrez, desde que era un pequeño ecuatoriano, nos sugiere la producción, fue un ser dedicado a sus estudios. Pero entonces, ¿qué le salió mal al graduado coronel y derrocado presidente del Ecuador?

Habrá que acordarse, ya que estamos abordando el tema de las habilidades del ex presidente, la facilidad que tiene para armar tumultos y poner en riesgo la seguridad de los ciudadanos. Basta cerrar los ojos y recordar los noticieros del 21 de enero de 2000, con el entonces desconocido soldado tomándose por la fuerza las instalaciones del Congreso Nacional junto a un grupo de indígenas manifestantes y un pelotón de militares insurrectos. Dicha acción terminaría, no podía ser de otra manera tratándose de “el mejor graduado”, con el cumplimiento de las exigencias de los golpistas: la caída de Mahuad, y la toma abrupta y anticonstitucional del control por parte de algunos de los allí reunidos. Algo, muchos ciudadanos seguimos preguntándonos qué, los hizo cambiar de idea y entregaron el mando del país, como correspondía desde un inicio, al vicepresidente de la República, Gustavo Noboa Bejarano. Sin embargo, al poligraduado Gutiérrez algo le había fascinado: el poder.

Sería más tarde, ya una vez instalado como Presidente Constitucional del Ecuador, cuando aquellas habilidades de Gutiérrez aparecerían nuevamente. La confianza en que los golpes a las funciones del Estado le salían como cálculos de un digno mejor graduado, lo llevaron a pactar con el PRE una jugada maestra: remover a los magistrados de la entonces Corte Suprema de Justicia, y poner en su lugar a un grupo de títeres de la mano de los tres dedos, que de inmediato sobreseyeron los juicios contra Bucaram. Y si de esto hubiera dependido una nueva graduación de Gutiérrez, él habría reprobado. Así lo demostró Quito cuando se volcó a las calles a protestar contra la acción inconstitucional. Y es ahí donde a nuestro dictócrata –curioso término acuñado por él mismo- se le ocurrió poner nuevamente en resigo la seguridad ciudadana y mandó a abrir fuego desde sus ministerios a los manifestantes; a la policía a que reprimiera con saña las protestas –en uno de esos encontronazos, María Soledad Chávez, quien entonces contaba con 15 años de edad, perdió el ojo tras un impacto de bomba lacrimógena-; contrató buses de gente para que ingresaran a Quito para tratar de frenar a la fuerza los avances de las multitudes que marchaban hacia Carondelet. Incluso se registró un conato de incendio a radio La luna, entonces única trinchera frontal contra Gutiérrez. Al final nada le salió al Presidente, que por cierto ha asegurado que el día anterior a su caída, había dormido toda la tarde por culpa de unos sedantes. Incluso desayunó sedado, al día siguiente, con la embajadora de los Estados Unidos. Mientras el gato duerme, los ratones hacen fiesta, seguirá pensando Lucio Gutiérrez.

Pero ahora las cosas son distintas, él ha madurado políticamente, y ha aprendido de los errores de su gestión. Así por ejemplo, ya no nombrará –esta es una suposición mía- a Guillermo Lasso entre sus funcionarios. Pues aprendió que no se debe incluir a la gente de los gobiernos que él mismo derroca como cercanos colaboradores; porque además después podrían querer ellos mismos el poder.

Es extraño, a propósito de esto, como todos los que están alrededor del mejor graduado terminan seducidos por la silla presidencial: Alfredo Palacio –esto si le creemos a Gutiérrez que fue él quien fraguó el “golpe de estado” junto a Febrés Cordero y los movimientos de izquierda-, Guillermo Lasso, quien ha presentado formalmente una candidatura y se ha colocado, de acuerdo a los últimos sondeos, por encima de su ex presidente. ¿Será que tal gusto por el poder es contagioso?

En todo caso Lucio Gutiérrez ansía desesperadamente la vuelta a Carondelet para poder terminar todo lo que dejó inconcluso. Deberá esperar a que la desmemoria de algunos y el odio exacerbado de otros hacia el gobierno actual jueguen en algo a su favor.